Ya apunta maneras al asomar y cuando se abre a la vida, corta vida, sabe atraer mi mirar. Ha sido este verano una grata compañera en mis días de sol y huerta. Incluso hemos tenido una curiosa relación que ahora paso a describir.
Estas desconocidas plantas comenzaron a adueñarse de todo el huerto invadiéndolo todo y "molestando" al resto de variedades. Seguía sin saber de qué planta se trataba. Al poco tiempo comenzaron a ornamentase con unas grandes flores amarillas; decenas y decenas de flores de un amarillo intenso. Era espectacular. Duraban poco, pero por cada una que se cerraba, nacían tres más.
Un día de los que me tocaba limpiar a fondo de hierbas el huerto y ante la nula productividad de las flores amarillas, decidí arrancarlas para aliviar al resto de plantas que sí querían producir. No obstante, antes de deshacerme de ellas me aseguré de qué planta se trataba: eran calabazas.
Quité todas salvo cuatro plantas que se encontraban en una de las lindes de la parcela y que solo molestaban al perejil, media docena de esqueléticas lechugas y unas incipientes acelgas.
Los días se fueron sucediendo, el huerto empezó a dar sus primeros frutos y las plantas de calabaza continuaron adornándolo con sus espectaculares flores.
Una mañana, a punto de abandonar el huerto para regresar a casa, recordé que me hacía falta perejil. Así que me acerqué hasta el rincón donde en su día lo planté y cuando me disponía a arrancar unos tallos..... ¡oh, sorpresa! Sí, una de las amarillas y ya anaranjadas flores iba acompañada de un pequeño y redondo fruto del tamaño de una pelota de ping pong. Animado por la ilusión del hallazgo pasé lista al resto de flores, contabilizando tres pelotas más. ¡Qué bueno!
Ahora, las pelotas de ping pong se han convertido en anaranjados balones de baloncesto. Ahora solo pienso en los empanadicos de calabaza que de aquí saldrán.
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