Ya he comentado en alguna ocasión que no me gusta ir de tiendas ni ver escaparates, salvo cuando se trata de una tienda de ultramarinos. Como les sucede a aquellos, me pasaría horas y horas, días y días en estos lugares de amable y entrañable estancia. Aquí, los olores tienen su casa donde refugiarse en un mundo y en un momento donde todo cambia con excesiva rapidez. Hasta nuestra infancia encuentra su acomodo entre latas de latón, especias y estanterías repletas de recuerdos, asombros y reencuentros.
Quedan pocas. Cada año que pasa, menos. Como diría aquel, son los tiempos modernos de los supermercados y grandes superficies. Y en medio de esta jungla de desmedido consumo, como una atractiva, personal y sugerente anécdota, sobreviven estos establecimientos de larga trayectoria que se suceden de padres a hijos sin tener un relevo asegurado. También es cierto que nada hoy en día está garantizado.
Reflexiones domésticas aparte, cuando en alguno de mis viajes "me asalta" una tienda de ultramarinos, no puedo dejar que mis pies pasen de largo. Tengo necesidad de husmear, de olisquear, de dejar que mi asombro se pasee por estantes, sacos de arpillera, graneles y aromas a cacao, café y bacalao. Son mi pequeña máquina del tiempo necesitada de viejas emociones. Y por supuesto, comprar. Adquirir algún producto impregnado de sabor. Es mi pequeña aportación, a modo de agradecimiento, a quienes siguen manteniendo, no con poco esfuerzo, este oasis para los sentidos.
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