Una cubeta de agua de no muy grandes dimensiones rodeada de montañas, glaciares e hilos de agua que buscan su devenir. Esta podría ser una fotografía de aproximación a un paraje excepcional de aguas tranquilas, variopintas y refrescantes. No sé si se puede decir mucho más o con estas tres líneas sería suficiente. Muchas veces los largos discursos o las explicaciones pormenorizadas no hacen sino desvirtuar una simple y sencilla realidad.
Creo que las imágenes que acompañan esta evocación hablan por sí solas. Cualquier palabra escrita puede desviar la grandeza de este paraje, su frescura, su énfasis natural. Nada molesta. Todo es necesario para enmarcar el paisaje.
Se agradece el silencio después de tanto grito traído. Algún ladrido, algunas voces de niños anunciando el estado frío del agua, recuerdan que no estás solo, que no es un sueño, que todo es real; los colores tenues y brillantes del líquido enjaulado, el remanso de exclusiva dicha, el azul de un cielo inesperado.
El sol quiere jugar. No seré yo quien se lo impida. Es más, le pido permiso para participar. Y jugamos a adivinar cómo puede ser la felicidad, a qué sabe el futuro o a trazar líneas de luz en la oscuridad. Unos peces acuden a la llamada del pan. Sin miedo. Estarán acostumbrados. A lo bueno todos nos acostumbramos rápido.
Una última mirada a este depurativo regalo. Un minuto más para escuchar su silencio. Treinta segundos más para un último recuerdo; el que quiero dedicarte a tí, Maite, en este lago, en esa mañana de luz con los pies en el agua. En ese día acogedor y placentero que nada hacía presagiar un futuro tan doloroso y amargo. Te fuiste en silencio, el mismo silencio que ahora se posa en el lago. Un silencio que quiero romper con un gracias y un te quiero.
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