Aunque el titular reza en singular, son dos las playas de Langre: "Playa Pequeña" y "Playa Grande". Se trata de un arenal cercano a la localidad cántabra de Langre, en el municipio de Ribamontán al Mar, próximo a Somo, nuestro entrañable lugar de veraneo familiar. Su longitud se aproxima a los mil metros y se encuentra cerrada por un acantilado de unos 30 metros de altura junto a una rasa litoral.
Es en la "Playa Pequeña" donde se registran mis recuerdos, al ser esta una de las primeras playas cántabras que conocí, gracias al buen hacer en el arte de enseñar para conocer y disfrutar de mi sobrina Gemma. La playa, efectivamente, es pequeña y variable en función de las mareas, unos doscientos metros de largo por cincuenta de ancho. El acceso se realiza a través de unas escaleras que llegan a pie de playa para encontrarte con una fina arena de color claro. Su fisonomía es recogida y muy sugerente. Mirando al mar, a la espalda, el acantilado. A la derecha, una curiosa formación rocosa, y a la izquierda, el también pequeño, "Pico de Langre"; "el león pétreo que apoyado sobre sus patas delanteras vigila en silencio los días y las noches marinas".
En esta playa nacieron mis primeros óleos después de retomar la pintura. Salvo uno que cuelga sobre la máquina de tabaco de un conocido restaurante, el resto duerme ahora en algún lugar del trastero. Aquí se pueden oír todavía las risas que provocó una inesperada pero anunciada ola. Día familiar de playa. Éramos jóvenes; nosotros, mis sobrinos, y nuestros hijos muy niños. Subía la mar y escasa arena que pisar. Las rocas nuestro mejor cobijo. Embelesados con el paisaje empezamos a contar olas. Como Papillón cuando escapó de una de sus cárceles en un saco lleno de cocos tras tirarse por un acantilado aprovechando la resaca de la séptima ola. No recuerdo si fue la quinta, la sexta, la séptima o la octava. El caso es que la ola llegó, nos empapó y se marchó. Cuando nos quisimos dar cuenta, donde había una pequeña radio sólo encontramos un gran charco de agua. Los bocadillos ese día aprendieron a nadar y las toallas a pedir auxilio. A partir de aquí, risas, y una voz a modo de sentencia: "venía avisando que esto iba a ocurrir".
En esta pequeña playa, amparados por el "pétreo león", mi sobrino Miguel intentó inculcarme sin éxito el arte de la pesca. Preferí empaparme del bello y fluorescente espectáculo que ofrecían los percebes entre las rocas. Y aquí, en esta hermosa playa, hace muy pocos meses, constaté la realidad del paso del tiempo. Las escalinatas ya no son tan placenteras para mis rodillas. El frescor del agua ya no me hace tanta gracia. Y mis dos perlas, a las que tanto adoro y con las que tanto disfruté en sus infancias en estos escenarios, ya no se dejan fotografiar a no ser que me ponga muy, muy pesado. Es el ciclo de la vida que no se puede ni debe parar. Por todo esto y otras cosas que no vienen al cuento, me gusta esta pequeña, hermosa y sugerente playa de Langre. Además, era la preferida de Félix Rodríguez de la Fuente cuando iba a Santander.
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