Mi intención era dedicar a la memoria de mi padre la entrada número 100 de este blog al que cada día estoy más enganchado. Alcancé el centenar de entradas el pasado día 2, pero ante la proximidad de mi 58 cumpleaños, hoy 5 de septiembre, decidí aplazarlo para esta fecha. Y llegó el momento, aunque debo confesar que lo del aplazamiento igual fue una excusa para no enfrentarme a algo que he llevado siempre en silencio; el prematuro fallecimiento de mi padre y mis pocos años, tan sólo 9, de disfrutarlo, de poder quererle, de sentirle, de vivirlo.
Pero no, no ahondaré en la tristeza o perjuicios que el 9 de marzo de 1967 trajo a mi familia la muerte de nuestro padre. Jamás lo haré. Además, este es un blog de cosas que me gustan, de situaciones con las que disfruto y donde cabe la gente que en mi dejaron, dejan o dejarán huella. Así sí, es aquí cuando entra mi padre por la puerta grande, por la puerta de los dulces recuerdos. Y además, se lo debo.
En muy pocas ocasiones he hablado de mi padre. Escasamente lo conocí. Apenas unos pocos recuerdos y sensaciones pero suficientes como para sentir lo que pude representar en su vida y el poso que dejó en mí. De él sé por mis hermanos y hermanas, quienes además, junto a mi madre, a su manera y entender, intentaron suplir la enorme ausencia que dejó entre nosotros. De él sé por quienes fueron sus amigos y por aquellos pacientes que aún hoy me cuentan que todavía mantienen en su boca la pieza dental que mi padre "salvó" o de la prótesis dental que colocó y que está como el primer día. Los unos y los otros han ido forjando en estos largo años ya, la imagen que tengo de mi padre: un buen profesional, un gran hombre, un hombre bueno, cariñoso y familiar, generoso y entregado, entrañable, recto, con carácter, afable, buen cocinero, sensible... No lo digo yo. Me lo han contado y yo lo escribo, aunque de alguno de esos calificativos también yo doy buena fe a través de ese rincón escondido y selectivo de mi memoria.
Todavía lo puedo ver con su bata blanca apresurándose por el pasillo de casa dirección hacia la cocina para trastear algún suculento puchero, elaborar unos buñuelos o cocinar unas perdices. Siento aún en mis nalgas las largas horas de coche, en un Citroen 2 caballos, para visitar a mi hermana Gemma en Pontevedra. Mil kilómetros de los de antes. Salida el día 9 de agosto con retorno el día 15 por la noche para que el más pequeño de sus retoños pudiera vestirse de blanco y verde y disfrutar en las ferias. O las subidas a Sabiñánigo, también de las de antes y con todos y cada uno de los túneles del Monrepós, los jueves por la tarde a pasar consulta. Pero lo que más recuerdo de él son sus manos. Unas manos fuertes, seguras y firmes y que al contacto con mi piel se tornaban suaves y delicadas. Cuando llegaba a casa del colegio le gustaba acariciarme la espalda mientras me preguntaba por cómo había pasado la tarde. Todavía puedo sentir la sensación que en mí producía, y llegado el caso, si había amistades en casa, enorgullecerse con mi presencia. Recuerdo que le decía a mi madre, "Engracia, a este crío hay que ponerle un peso en la cabeza para que no crezca, para que se quede siempre así".
Mañanas de acompañamiento al Colegio de San Viator, y de allí, a tomar un café en el Bar Avenida con su hermano Antonio. Días de inagotables cacerías de perdices y codornices, "siempre detrás de la escopeta, Fernando", me decía. Por cierto, nunca le dije, que no me gustaba ir de caza, pero sí su compañía y la seguridad que me daba su altura y su fortaleza. Y si me esfuerzo en recordar, hasta puedo recordar su olor; un olor a limpio, atractivo y elegante.
Sí, querido papá, fueron pocos años los que la vida nos permitió andar juntos pero los suficientes para quererte y respetarte el resto de mis días con una fe ciega por todo lo que representaste y todavía hoy representas. Y sabes, nunca te lo he dicho, ni siquiera cuando voy a visitarte al cementerio: Qué orgulloso me siento cuando alguien me dice que me parezco a ti.
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