UNA DULCE DIVAGACIÓN
Se dice que a nadie le amarga un dulce, y bien cierto es.
Aunque ya he comentado en alguna ocasión, que no doy un paso por los dulces, si
me los ponen en bandeja, disfruto como el que más. Y si esa bandeja contiene
una representación de mis dulces debilidades en forma de pastel, para qué
contar: la felicidad llama a mi estómago y también a mis recuerdos de infancia.
Por cierto, mientras me comía de una sentada, y nada menos
que para cenar, una ensaimada de nata, medio mil hojas de crema y un merengue,
como diría aquel, “pa vernos matao”, me he preguntado el por qué lo dulce está
asociado a la felicidad. Los encuentros familiares acaban con algo dulce. La
vela de cumpleaños se ancla en una dulce tarta. Si quieres ver a alguien feliz,
regálale un dulce. Hay quien se quita las penas tomando algo dulce. Cuando vas
a comer o cenar a casa de alguien, habitualmente te presentas con una botella
de vino y algo dulce. Los domingos, que no falte el dulce… por poner solo
algunos ejemplos.
Independientemente de que nuestros antepasados asociaran el
sabor dulce con alimentos ricos en energía y que nuestro cerebro ha conservado
esta preferencia por lo dulce, -aunque no sea en mi caso, que me inclino más
por lo salado, sin descartar en sonadas ocasiones lo dulce-, explicaría por qué
nos resulta tan atractivo y reconfortante. No en vano, el azúcar favorece la liberación
de endorfinas, la llamada hormona de la felicidad. Cuando consumimos alimentos
dulces, nuestro cerebro libera endorfinas y serotonina, que no son otra cosa
que las sustancias químicas responsables de la sensación de bienestar y
felicidad. Además, en lo dulce hay algo emocional a través de la conexión con
nuestra infancia, al estar vinculado a momentos felices.
Pues nada, hasta aquí puedo leer, que ya no tengo más dulce
que meterme en la boca. Bueno, sí que tengo, la otra mitad del mil hojas, pero
tampoco hay que abusar de la felicidad.
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