Son el premio al final del camino. La recompensa para un fácil conformar. Un ritual en las mañanas de verano de pies inquietos y ánimo subido. Sólo si hay compañía. En solitario me da pena. Con jamón y el mollete untado en tomate, simplemente con aceite y sal, o aceite, sal y tomate. Sientan bien, son bien recibidos, dejan un grato recuerdo para una necesidad de alivio.
No soy muy dado a los almuerzos diarios. Dos o tres cafés americanos enlazan el desayuno con la comida. Siempre ha sido así, y así es también ahora. Bueno, siempre, no es del todo cierto. Tuve mis días de almuerzo con carajillo incluido en mis tiempos como subalterno en la oficina principal de Correos de Huesca. Alguna vez los recuerdo en mis ratos de pensamientos muertos. En el Brasil, con Alegría al frente trasladándonos algo de su nombre cuando a penas habían sido puestas las calles. Cuando después de cargar un camión con destino a Jaca, y descargar y volver a cargar otro con destino a Zaragoza, todavía se resistía la legaña. Entonces podía con todo tipo de bocadillos, de los de media barra de pan, e incluso si alguno de mis compañeros iba de antojo, yo le acompañaba para meterme entre pecho y espalda unos callos, un par de huevos fritos con acompañamiento y patatas o algún guiso sorpresa que guardara Alegría. Impensable ahora. Me estoy desviando un gran trecho de los molletes. Los retomo.
Y lo hago en Huelva. Fue allí donde comí por primera vez un mollete. Lo hice al llegar a destino tras mi caminar entre el Nuevo Portil y El Rompido. Poca cosa, unos seis kilómetros aproximadamente. Una excusa veraniega.
Me senté en una terraza para tomar mi consabido café americano. A mi alrededor observé a un nutrido número de parroquianos dando buena cuenta de unos, aparentemente para mí, bollos de pan con un café con leche, cerveza o agua. Era tal el deleite con el que se los comían que no pude resistirme a unirme a ellos. A la pregunta del camarero sobre "qué le apetece tomar", una respuesta sin titubeos, "un bocadillo de pan con tomate y jamón, y un café americano". Mientras formulaba mi petición, mi mirada debió de fijarse, sin yo darme cuenta, en la mesa de al lado. El amable camarero me volvió a interrogar, "¿el señor desea un bocadillo de jamón o un mollete con jamón?". Estaba claro que el camarero había leído en mi frente la palabra "pardillo". Aclarados los conceptos, llegó mi mollete. Me encantó. Lo recuerdo delicioso. El jamón, el aceite, el suave y ligero mollete....
En días y años sucesivos, en nuestras vacaciones en Huelva, he seguido uniendo con mis pasos el Nuevo Portil con El Rompido. Me resulta un paseo agradable y gratificante. No siempre hay mollete al llegar a la meta. Sólo cuando voy acompañado de mis sobrinos Juan e Isabel. El mollete, como tantas otras cosas en esta vida, sabe mejor en compañía. Se disfruta más, se digiere mejor con una amable conversación.
Leo que el "mollete" es una pieza de pan de miga blanda de posible origen en los panes ácimos utilizados antiguamente para la misa y de origen hebreo. Es el protagonista, junto con el aceite de oliva, del típico desayuno andaluz (mollete o rebanada de pan con aceite de oliva, sal y en ocasiones tomate y/o ajo). Los hay de diversos tipos: enharinados por fuera, al estilo antiguo, siendo los más afamados los de Antequera en Málaga y los de Puerto Serrano y Algodonales en Cádiz. También son típicos de Espera, en Cádiz, y de Écija, en Sevilla, untados con la también típica "manteca colorá". El mollete es un tipo de pan que cumple perfectamente con la dieta mediterránea ya que es un pan elaborado a partir de ingredientes básicos y ausencia total de grasa. La combinación de mollete y aceite de oliva virgen es beneficioso para la salud ya que aporta hidratos de carbono y ayuda a controlar el colesterol.
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