CON NOMBRE PROPIO
Hay muchos platos cuya autoría desconocemos y que solemos identificar o atribuir, como referencia, a alguna persona apreciada de nuestro entorno. En mi caso me vienen a la memoria varios. Por ejemplo, la sopa de tapioca de María Engracia, mi madrina y hermana, las patatas fritas de la abuela Genoveva, los pimientos rellenos de bechamel de la abuela Sara, las rosquillas de anís de la abuela Francisca, el patorrillo de Antonio, mi hermano, los canelones de la abuela Engracia, el bizcocho de la tía Olga, que por más que lo intento no consigo que me salga igual, el salmón marinado de Pepe, otro hermano, el foie de Machacha, los pimientos del piquillo rellenos de morcilla de Gloria, el jamón al horno de Gemma, mi otra hermana... Y así podría estar enumerando un largo listado de platos con nombre propio y que algún día atesoré en mis recuerdos.
El último plato, en este caso se trata de un postre, en incorporarse a mi particular catálogo es el flan de café de Chus, ex compañera de trabajo y afortunadamente, amiga. En torno a las pasadas Navidades vino un día a cenar a casa acompañada de una botella de cava y de un flan de café elaborado por ella. Fue una grata cena con su correspondiente larga sobremesa. Había ganas de conversar y Chus siempre tiene argumentos para la conversación.
Con el postre llegó el flan. Reconozco que no soy muy de flanes. Creo que los aborrecí en mi infancia en el internado. De hecho, cuando mi hermano Antonio venía a casa, mi madre, conociendo su debilidad por esta dulce elaboración, le preparaba un enorme flan. Yo rezaba para que se lo comiera entero y que a su despedida no quedara absolutamente nada pues de lo contrario, tendría que hacerlo yo en los días sucesivos a su marcha. Era un sufrir. Aborrecía el flan. De hecho, creo que hasta la mencionada cena con Chus, y no creo exagerar, igual habían pasado cuarenta años desde que tomara el último flan.
Gloria partió y sirvió un trozo de flan de café a cada uno de los comensales. Me anticipé con un, "el trozo más pequeño, sólo para probarlo". Sin mucho entusiasmo cogí la cucharilla y rebané una porción del dulce. Lo introduje en mi boca y sin haberlo antes preparado se me escapó un espontáneo, "pero que cosa más deliciosa". Repetí y hasta me comí un trocito que había dejado una de mis hijas en su plato. Estaba francamente bueno y pasaba ligero. Esa noche no pudimos acabar con él. Huelga decir que a la mañana siguiente, para desayunar, Jara y yo finiquitamos su existencia. ¡Quién me lo iba a decir! El que suscribe lamiéndose por un flan, por el Flan de Café con nombre propio, el de Chus.
Todavía no lo he hecho, entre otras cosas, porque Chus no me había pasado todavía la receta. Me la trasladó ayer y aquí os la dejo tal cual con una anotación que me envió más tarde "Veo que en los ingredientes no he puesto Flan Royal para 8 personas. Ya lleva el azúcar caramelizado en la caja".
Y así lo voy a hacer. Si mi madre me viera haciendo un flan.
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