Hace unos días hice un caldo de "pobre" con una pastilla de concentrado de carne, unas verduras y un "zancarrón" de jamón que rondaba por la cocina desde hacía algunos meses. Tantos que hasta casi conseguimos hacernos amigos. Un día de estos os lo presentaré. Le hice fotos en la despedida, en plena ebullición y desprendiendo todo su olor.
Lo cierto es que más que el caldo, que también, lo que realmente me apetecía era hacer croquetas de jamón. Me chiflan las croquetas. Comería todos los días croquetas. No importa su sabor: jamón, pescado, boletus, verduras, queso, cebolla, gambas, pollo, carne... Siempre sientan bien ya sea como aperitivo, capricho o en la mesa. Para comer, cenar o como compañeras de excursión. El único pero, que os lo podéis imaginar, lo voy a obviar. Y no es hacerlas.
Una buena croqueta se recuerda de por vida. Todos tenemos en nuestro imaginario aquella croqueta que en su día aplaudimos y que ponemos como ejemplo cuando, de forma imprevista, sale a colación la susodicha elaboración. También es un tema de conversación muy recurrente.
Si el sabor de la croqueta es importante, no lo es menos su textura. Yo me inclino más por las croquetas casi líquidas, -yo no las consigo hacer-, y huyo de las que denomino, "mazacoquete de croqueta". Hasta hace muy poco tiempo mis mejores croquetas las localizaba en Santander, en Somo, en el Restaurante "El Galeón". Estas han sido apeadas del podium por las que hace mi amigo Pepe Costa. Sólo he conseguido probarlas una vez pero me dejaron huella: crujientes, sabrosas y líquidas. Tengo que pedirle que me de unas lecciones.
La elaboración de la croqueta nació en una época en la que, como tantos otros platos tradicionales que han pervivido hasta nuestros días, imperaba la necesidad. En este caso abundaba la harina y se aprovechaba la carne sobrante de los cocidos. Según publica en su web el restaurante gijonés "La Pondala", donde precisamente una de sus especialidades son las croquetas, se tiene constancia que el cocinero francés Antonin Carême, conocido como "el rey de los chefs y el chef de los reyes", fue quien las introdujo en las cocinas nobles a mediados del siglo XVIII y principios del XIX, tras haberlas servido en uno de sus banquetes bajo el nombre "croquettes à la royale". Siendo éste un producto originario de Francia, una de las curiosidades es su origen etimológico ya que proviene de la palabra francesa "croquer", que significa crujir, y de su diminutivo "croquette". En España, encontramos los primeros indicios de este plato en el testimonio de Emilia Pardo Bazán que aseguraba que las croquetas hechas con pollo o vaca ya eran populares en el año 1913.
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