lunes, 28 de octubre de 2024

01537 Un Cumpleaños sin Velas

 Y SIN TARTA


El día que cumplí 57 años no tuve velas que soplar, pero sí un motivo más de felicidad. Ese día no tenía ganas de nada. Recientemente, mi vida laboral había sido truncada y por más que intentaba sobreponerme, no había forma. Fueron meses difíciles. Días de nebulosas y altibajos.

Conforme se acercaba mi cumpleaños, anuncié que no quería hacer nada. Ni comida especial, ni tarta, ni velas, ni regalos... Quería que fuese un día como otro cualquiera. Reconozco que convivir conmigo por aquella época era un poco insoportable y descorazonador. Efectivamente, la comida fue de batalla de diario.

Por la tarde salí a la calle para estirar las piernas. En mi caminar sin rumbo me encontré con dos amigos, de los pocos que me quedaron tras mi nueva e indeseada situación en la que aprendí que,  mientras estás eres y cuando ya no estás, dejas de ser. Nos sentamos a tomar una cerveza en un velador. No recuerdo de qué hablamos, pero me lo puedo imaginar. A la hora de pagar las consumiciones, las aboné yo, desvelando que era mi 57 cumpleaños. Recibí de mis amigos las oportunas felicitaciones y antes de la despedida, uno de mis amigos, me imagino que empujado a la vista de mi deterioro físico y psíquico, me indicó que habían abierto un nuevo restaurante, que estaba muy bien, y que si me apetecía, podríamos quedar a cenar al día siguiente para celebrar mi cumpleaños con ellos y mi familia. Contra todo pronóstico, acepté la propuesta con la condición de que quien invitara fuese yo.

Cuando llegué a casa informé sobre mi encuentro. Esa noche, no hubo tarta ni velas, aunque acogí con agrado un aperitivo que habían preparado Gloria y las niñas. 

Al día siguiente, fuimos a cenar al restaurante recomendado por mi amigo y en el que, él mismo había realizado la reserva. Recuerdo que cenamos muy bien y que la velada fue muy gratificante en todos los sentidos. Me encontré a gusto, cómodo y alejado de mis preocupaciones. No sé de qué hablamos durante la cena. Si que recuerdo, que nos reímos mucho. Supongo que en ese momento es lo que necesitaba. Llegaron los postres y con ellos, un brindis con cava. Uno de mis amigos hizo observar que faltaban la tarta y las velas. Nada se podía hacer ya al respecto. De repente, mi hija Jara, que acababa de tomarse su postre favorito, un brownie de chocolate, apartó vasos y copas del centro de la mesa, y colocó un plato en el que sobre los restos de chocolate del dulce postre había escrito "Felicidades". Jara no dijo nada. Solo me miró y con un gesto seductor, desde sus catorce años, me invitó a soplar unas imaginarias velas sustentadas por una también imaginaria tarta de chocolate.

Esa noche, no recuerdo con exactitud qué cenamos, ni de qué hablamos. Lo que nunca olvidaré son los esfuerzos de mi familia y de algunos amigos, pocos, por verme de nuevo feliz. Han pasado ya diez años. 



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