UNA FIESTA GASTRONÓMICA
En una reciente visita en familia a Madrid tomé mi segundo
cachopo. Sí, aunque parezca mentira, a tenor de lo que todavía disfruto
comiendo, fue mi segundo cachopo. El primero se lo debo a mi hermana Gemma que,
en noviembre de 2022, enterada de que todavía no lo había probado, en una
comida en su casa me sorprendió con semejante manjar. (Ver entrada 01200)
El caso es que, en ese viaje a la capital de España, una de
las comidas programadas tenía como objetivo comer cachopo, pero no en un lugar
cualquiera, sino en el restaurante Urumea, afamado por sus cachopos de un
metro. Y para allí que nos fuimos, previa reserva de mesa. Ya la entrada al
establecimiento hostelero prometía que algo rico iba a suceder con la visión de
unos tomates espectaculares y que posteriormente pude averiguar que era de
procedencia navarra.
Sentados a la mesa y hechas las pesquisas a la carta, teníamos
claro qué íbamos a comer: tomate con ventresca, un cachopo de metro y unos
trozos de tarta casera. Apostamos fuerte. No tardó mucho en atendernos el
maître y enterado de nuestras intenciones, con una pícara sonrisa, nos hizo
saber sin mentar palabra alguna que quizás nos estábamos equivocando en la
comanda elegida. Intuido lo cual, le pregunté si lo que queríamos comer era
mucho para tres. Volvió a sonreír, señalando con la mirada una mesa próxima en
la que ocho fornidos y jóvenes comensales no habían podido acabar con dos
metros de cachopo y solicitaban unos recipientes para llevarse los restos a
casa.
Así las cosas, el gentil maître nos propuso que pidiéramos,
además del tomate con ventresca, dos “cachopos más pequeños”. Haciéndole caso,
nos decantamos finalmente por el cachopo tradicional de jamón ibérico y tres
quesos asturianos, y otro de cecina, queso de cabra y cebolla caramelizada. El
tomate con ventresca, un plato delicioso; los cachopos, una pasada de buenos; y
los postres, un buen colofón para el fin de fiesta gastronómico.
En cuanto a los cachopos, tampoco soy un experto, pues como
he mencionado fueron mis segundos, me parecieron tiernos, muy, muy sabrosos,
con un empanado sobresaliente, y difíciles de olvidar. Por supuesto, no pudimos
acabar con ellos y pedimos que nos los pusieran, por favor, para llevar. Todo,
no excedió de 100 euros. Ese día, en Madrid, cenamos fruta. No nos entraba en
el cuerpo otra cosa.
No es habitual que en este caleidoscopio vital cite marcas
comerciales ni establecimientos hosteleros, salvo que dejen en mí un poso muy
especial. Un fondo que no solo valora, en este caso, lo comido, queda claro que
me encantó, sino la atención, simpatía y profesionalidad de todo el personal
que, desde que entras por la puerta del restaurante hasta que te despides, no
te deja indiferente. Hacía mucho tiempo que no veía tanta sonrisa y atención
reunidas. Algo digno de destacar y de traer hasta estas diez mil cosas que me
gustan.
Ya en la calle, mientras esperábamos al taxi para que nos
regresara al hotel, me interesé por el restaurante que se ubica en la calle de
Cochabamba, número 7, en el madrileño barrio de Hispanoamérica del distrito de Chamartín,
cerca del Santiago Bernabeu, del Paseo de la Castellana y del Auditorio. La decoración
del restaurante es de estilo rústico. Cuenta con tres salones diferenciados en
tonos arcilla y madera, con capacidad para 80 comensales, y que mantiene el
aire de las antiguas casas de comida que en un tiempo poblaron todos los
rincones de Madrid.
Me llamó la atención la historia de quien regenta el
establecimiento. Su nombre, Tito. Un asturiano que llegó a Madrid en 1992 para trabajar
en hostelería. Leí que un amigo suyo le recomendó para trabajar en un restaurante
en el Paseo de la Habana, por nombre Urumea. Su carrera como hostelero no
comenzaría en este establecimiento, sino en otro restaurante en el Mercado de
la Cebada y, qué cosas tiene la vida, también se llamaba Urumea. Tras nueve
meses de aprendizaje en el oficio, volvió al primer Urumea. En 2016, Tito
apostó por el emprendimiento y montó su propio restaurante al que llamó, como
no podía ser de otra forma, Urumea. Ofrecía comida asturiana, pero la pandemia
le “hizo reinventarse”. Su clientela habitual dejó de acudir y había que seguir
pagando sueldos, impuestos y proveedores. Fue entonces cuando ideó el cachopo
de un metro para la gente joven. Tito dio en la diana.
Aunque el cachopo parece haberse convertido en bandera del
Urumea, no descuidar sus otras propuestas como las morcillas, sus variadas
croquetas, puerros confitados, la merluza a la sidra con almejas, el bacalao,
el chuletón asturiano o la falda de ternera estilo Urumea, por citar algunas.
Pero esto es otra historia.
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