jueves, 26 de septiembre de 2024

01502 El Cóleo

 LOS INICIOS


De regreso a casa de un largo viaje, me he parado a tomar un café, el cuarto si no me equivoco. He estirado las piernas, además de todo el cuerpo, y escuchado el molesto ruido emitido por mi cuello cuando he comenzado a girarlo de izquierda a derecha, y viceversa. Tras el ritual, me he sentado frente a mi café americano.

El lugar elegido para mi parada físico/técnica no ha sido muy afortunado. Nada me ha llamado la atención hasta que en unas jardineras del bar restaurante he visto una planta de grato recuerdo: el cóleo. No era de los mejores ejemplares que he llegado a apreciar, pero suficiente para que se abriera en mi mente, además de servirme de momentánea distracción, un recuerdo muy especial.

Heredado de mi madre el gusto por las plantas, el año que abandoné el nido materno y me instalé en mi primer piso de alquiler, fui poco a poco llenando de plantas todas las estancias, especialmente un rincón del salón. Así, que recuerde en estos momentos, me hice con un spathiphyllum, más conocida como la flor de la paz, un pequeño ficus de gantel, algún cactus, varios potos, siempre agradecidos, un tronco del Brasil, una planta del dinero, y sobre una mesita rinconera, varias vistosas plantitas, cuyos nombres no alcanzo a memorizar, sí a visualizar, pero que según las ponía, se morían. Todas, menos el citado cóleo. Se conoce que era a la única que le gustaba aquel rincón.

La adquirí muy pequeñita y en poco tiempo presentó un estimable tamaño. Su colorido era espectacular, con sus hojas aterciopeladas y variegadas. Llamaba mucho la atención.

Mis cuidados hacia ella eran casi excesivos. Mucha luz, pero no directa. Ni frío ni calor. Evitar las corrientes. Riego, el justo, y que la tierra que la alimentaba no estuviera nunca completamente seca. ¡Anda que no estaba orgulloso con mi cóleo! Para envidia del resto de mis plantas.

Y llegaron las vacaciones. Por aquellos días compartía piso con un chaval, un hombretón, muy buena gente, pero al que las cosas de la casa le venían un tanto grandes. Me consta que se esforzaba, pero era una auténtica calamidad. Aun con estas premisas, me aventuré a dejarle al cuidado de mis plantas. Le di todo tipo de instrucciones y especialmente las que concernían al cóleo.

Por aquellos años, no había teléfono móvil y tampoco en el piso teníamos fijo. Así, que poco más podía hacer yo al respecto del cuidado de las plantas, salvo confiar en los consejos dados a mi compañero de piso. A mi regreso, después de 15 días de ausencia, me encontré con una caricatura de plantas. La mayoría de ellas pedían agua a gritos. Y mi cóleo, por el contrario, urgía pasar por una secadora. ¡Un auténtico estropicio!

Carlos, así se llamaba mi compi, era como un niño grande. Siempre sonreía, incluso en la adversidad. En este caso, cuando vio la cara que puse ante tal desaguisado, también esbozó una sonrisa, unida a un balbuceo del que me pareció entender, “lo siento. Soy un desastre”.

Con todo, aún conseguí salvar alguna planta. No el cóleo, cuyos tallos y hojas comenzaban ya pudrirse.

Recordando aquella anécdota mientras me tomaba el café, me ha traído la nostalgia de aquellos maravillosos años. Fueron complejos, pero de mucho aprendizaje e ilusionantes. Estaba todo por hacer. Esta mañana he salido a la calle con una única misión: comprar un cóleo.




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