LOS INICIOS
De regreso a casa de un largo viaje, me he parado a tomar un
café; el cuarto si no me equivoco. He estirado las piernas, además de todo el
cuerpo, y escuchado el molesto ruido emitido por mi cuello cuando he comenzado
a girarlo de izquierda a derecha, y viceversa. Tras el ritual, me he sentado
frente a mi café americano.
El lugar elegido para la parada físico/técnica no ha sido
muy afortunado. Nada me ha llamado la atención hasta que en unas jardineras del
bar restaurante he visto una planta de grato recuerdo: el cóleo. No era de los
mejores ejemplares que he llegado a apreciar, pero suficiente para que se
abriera en mi mente, además de servirme de momentánea distracción, un recuerdo
muy especial.
Heredado de mi madre el gusto por las plantas, el año que
abandoné el nido materno y me instalé en mi primer piso de alquiler, fui poco a
poco llenando de plantas todas las estancias, especialmente un rincón del
salón. Así, que recuerde en estos momentos, me hice con un spathiphyllum, más
conocida como la flor de la paz, un pequeño ficus de gantel, algún cactus,
varios potos, siempre agradecidos, un tronco del Brasil, una planta del dinero,
y sobre una mesita rinconera, varias vistosas plantitas, cuyos nombres no
alcanzo a memorizar, sí a visualizar, pero que según las ponía, se morían. Todas,
menos el citado cóleo. Se conoce que era a la única que le gustaba aquel
rincón.
La adquirí muy pequeñita y en poco tiempo presentó un
estimable tamaño. Su colorido era espectacular, con sus hojas aterciopeladas y
variegadas. Llamaba mucho la atención.
Y llegaron las vacaciones. Por aquellos días compartía piso
con un chaval, un hombretón, muy buena gente, pero al que las cosas de la casa
le venían un tanto grandes. Me consta que se esforzaba, pero era una auténtica
calamidad. Aun con estas premisas, me aventuré a dejarle al cuidado de mis
plantas. Le di todo tipo de instrucciones y especialmente las que concernían al
cóleo.
Por aquellos años, no había teléfono móvil y tampoco en el
piso teníamos fijo. Así, que poco más podía hacer yo al respecto del cuidado de
las plantas, salvo confiar en los consejos dados a mi compañero de piso. A mi
regreso, después de 15 días de ausencia, me encontré con una caricatura de
plantas. La mayoría de ellas pedían agua a gritos. Y mi cóleo, por el
contrario, urgía pasar por una secadora. ¡Un auténtico estropicio!
Carlos, así se llamaba mi compi, era como un niño grande.
Siempre sonreía, incluso en la adversidad. En este caso, cuando vio la cara que
puse ante tal desaguisado, también esbozó una sonrisa, unida a un balbuceo del
que me pareció entender, “lo siento. Soy un desastre”.
Con todo, aún conseguí salvar alguna planta. No el cóleo,
cuyos tallos y hojas comenzaban ya pudrirse.
Recordando aquella anécdota mientras me tomaba el café, me ha
traído la nostalgia de aquellos maravillosos años. Fueron complejos, pero de
mucho aprendizaje. Y sobre todo, ilusionantes. Estaba todo por hacer. Esta mañana he salido
a la calle con una única misión: comprar un cóleo.
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