SÍMBOLO DE DELICADEZA
Como no podía ser de otra manera, fue mi hija Jara,
apasionada de los dulces y de la repostería, quien me descubrió esta maravilla.
Estudiaba, creo que Primaria, cuando al regreso de un viaje con el colegio a la
localidad francesa de Pau, nos trajo unos macarons. Recuerdo que los dulces llegaron
hechos unos zorros e incluso alguno de ellos apareció “desmontado”. Nos los trajo
con tanta ilusión y con tal emoción, que restamos importancia al aspecto que
presentaban, tras sacarlos de una bolsa de papel. Jara nos los “vendió” como
algo excepcional. Y ya lo creo. Estaban deliciosos.
Desde aquel día, empecé a ver macarons por todas partes. No es que con anterioridad no estuvieran al alcance. Simplemente, es que me pasaban inadvertidos. Por eso, desde entonces, de vez en cuando, si se han cruzado en mi camino y he querido sorprender a Jara, me he presentado en casa con media docena de ellos, sabedor de lo que le gustan.
En una ocasión viajé hasta la francesa y atractiva localidad
de Carcassonne, atraído por su ciudadela medieval. Siempre que he viajado sin
las niñas, me ha gustado traerles algún recuerdo. Paseando por La Cité me
encontré con una tienda homenaje al azúcar. Todo lo que allí había era
sugerente, colorista y dulce. Me quedé embobado con tanto “pecado para el cuerpo”.
Pasé un buen rato admirando todo lo delicadamente expuesto. En una de las
vitrinas se exhibían unos llamativos y coloridos macarons. No me lo pensé dos veces;
llevaría a casa como recuerdo una caja de apetitosos macarons. Cuando Jara los
vio, no sabía dónde meterse para ocultar su felicidad. No diré que fueron los más
buenos que hemos llegado a comer, pero sí que los recuerdo como los más
festejados y aplaudidos.
En cuanto a la historia de tan singular dulce, resulta
curiosa. Por lo que he llegado a leer, su origen se remonta al Renacimiento, “cuando
los chefs de la corte de Caterina de Médici, en Italia, comenzaron a experimentar
con mezclas de almendras, azúcar y claras de huevo”. No obstante, sería en
Francia donde comenzaron a evolucionar, tal y como los conocemos en la
actualidad. En el siglo XVII, los monjes de la abadía de Cormery ya elaboraban
estos dulces. Sería en la corte del Rey Sol donde se degustarían como un
auténtico tesoro para afianzarse como un símbolo de delicadeza.
Su forma actual se le atribuye a Pierre Desfontaines, quien
el siglo XX tuvo la genial idea de unir dos galletas de macaron con un
delicioso relleno de ganache. Esta innovación no solo redondeó la estética,
sino que también abrió el camino a un buen número de sabores y texturas, “consolidándolo
como un símbolo de elegancia y refinamiento en el mundo de la repostería”.
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