Aunque me encantan, rara vez suelo comer en casa un par de huevos fritos. Nunca me acuerdo de su existencia y de su posibilidad, ni tan siquiera para salir de un apuro. Me inclinaré antes por una tortilla francesa e incluso por una tortilla de patatas.
Los huevos fritos con sus patatas y "algo más"" es un plato de compañía y reposo, de vino peleón y gaseosa. Es curioso, pero cuando salgo de excursión, paso un fin de semana en una casa de turismo rural o hacemos una multitudinaria quedada familiar, en la elección y elaboración del menú siempre están presentes los huevos fritos. Apetecen. Sientan bien. Son demandados por unanimidad. Comerlos en compañía es todo un entretenimiento.
Con todo lo sencillos que son, tienen su propia personalidad. No hay un par iguales. Todos recordamos aquellos que tomamos en tal o cual lugar. Si el asunto sale a conversación aparecen tantos gustos y manteles como participantes haya. Con puntillas, casi a la plancha, bien de aceite, que naden los huevos.... En tal pueblo de la montaña, los que hace fulanito, en un pequeño bar de no sé donde. Acompañados de chistorra, con jamón pasado ligeramente por la sartén, con longaniza y bien de patatas. Y añado yo, y para rematar, un trozo de pan de hogaza en cada mano a modo de cubiertos. No se puede pedir más.
Huevos fritos de tradición, los de cada 9 de agosto, en la ante sala del inicio de las fiestas oscenses. De grato recuerdo, los últimos que comí en Oza este año con mi hermano Antonio, familia y amigos. Y a modo de celebración, curiosamente en casa y como algo excepcional, los que me metí entre pecho y espalda para festejar la medalla de oro de la selección española en el pasado Eurobasket. Un huevo de dos yemas. Sin más que comentar.
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