PEQUEÑA HISTORIA DE UNA NOCHEVIEJA
El cochinillo asado, uno de los asados más tradicionales y
famosos de Castilla, me encanta, siempre y cuando esté bien hecho. Me
explicaré. Puede haber cocinados que, sin llegar a ser de sobresaliente, se
pueden comer. Pero como un cochinillo asado no esté en su punto, apaga y vámonos.
De hecho, se puede quedar en el plato, tal y como lo han sacado. Yo, que muy
mal, muy mal tiene que darse la cosa para que le de la espalda a algo, he
llegado a devolver a la cocina una ración de cochinillo porque no había por dónde
cogerlo. Reseco y con un sabor muy poco agraciado. Así lo recuerdo.
Otra cosa es cuando está bien asado y pleno de sabor, crujiente
por fuera y jugoso por dentro, como por ejemplo el que una vez llegué a comer
en el popular Restaurante Mesón Cándido de Segovia, coincidiendo con una
convención de la emisora en la que trabajaba. Lo recuerdo como algo
excepcional. El cochinillo, me refiero, no la convención. No como aquel, pero con
posterioridad, he llegado a degustar asados bastantes aceptables.
Aunque la del cochinillo al horno es una receta muy sencilla,
agua y sal, requiere un conocimiento de experto y haber horneado muchos “cerditos”,
con trucos incluidos. Así, que nunca me ha dado por cocinar uno, ni siquiera
para probar. Sí en cambio, en este caleidoscopio vital de vivencias, cada vez
que veo cochinillo asado, me viene a la memoria una, con el tiempo divertida anécdota,
pero que en su momento, casi se convierte en catástrofe.
Así, quedamos en vernos el 30 de diciembre. Fui el primero en llegar, pues era el que más cerca estaba del lugar
elegido para pasar la Nochevieja y recibir al Año Nuevo. Me dirigí con Gloria a
la casa para decir que había llegado la primera expedición y cuando nos vio el
propietario se quedó blanco, de piedra. No sabía dónde meterse. Por resumir, la
había alquilado sin contar con nosotros. Trágico momento.
Conforme iba llegando el resto de la familia, era informada
de la “gran putada”. Mientras el dueño seguía sin reaccionar, por supuesto los
segundos “inquilinos” nos dijeron que era nuestro problema y ni tan siquiera
nos abrieron la puerta para solidarizarse. Yo intenté, a base de llamadas
telefónicas, buscar un lugar donde se nos pudiera acoger a más de veinte personas,
con niños pequeños incluidos. No hubo forma. Normal, tratándose de un 30 de
diciembre y a las diez de la noche. También por resumir. Esa noche acabamos
durmiendo, a las dos de la madrugada, como pudimos y con un frío horroroso, en
la enorme casa de la abuela del propietario. Los siete niños sobre unos colchones
y con todo lo que encontramos de abrigo, y los mayores, en camas y vestidos.
Esa noche se había salvado, ¿pero y las dos siguientes?
Recuerdo que a las seis de la mañana no pude más y me
levanté. Salí a fumar a la calle un cigarrillo y pensar en qué se podía hacer.
No se me ocurría nada. ¿Volver cada uno a su casa? ¿Irnos a un hotel, si lo
encontrábamos, y que lo pagara el lumbreras? Sobre las ocho de la mañana vino
el propietario de la casa rural para comunicarnos que nos realojaría en dos
apartamentos, a estrenar, propiedad, según nos dijo de un amigo.
Y allí que nos fuimos. La verdad, todo hay que decirlo, que
los apartamentos estaban bien equipados y eran grandes. A la una de la tarde,
el dueño de la casa de turismo rural se presentó con una bandeja de horno y
sobre ella, un cochinillo asado para que lo pudiéramos cenar esa noche. Tal
como lo dejó en una de las cocinas, así se quedó hasta el día 2, día de nuestro
regreso a casa. Ni probarlo. La rabia y el enfado superaban a la tentación de
saber cómo estaba. Solo sé que, cada vez que pasaba por esa cocina, no veía más
que una cabeza de cochinillo que me miraba y que me daba mucha lástima.
También tengo que decir que, a pesar de todo, fue una
Nochevieja inolvidable. Ya lo creo que fue inolvidable.
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