miércoles, 1 de noviembre de 2023

01201 La Flor del Cardo

 UNA MUESTRA DE MI RECONOCIDA IGNORANCIA


Revisando fotografías, me he topado con estas flores del cardo. Nada más verlas, he esbozado una sonrisa, además de recordarme lo ignorante que soy. Reconocer hoy en día las debilidades no es nada aconsejable, pero a estas alturas de la vida, como dice una buena amiga, "poco importa ya y además, esto es lo que hay".

Hace unos años, mi suegro enfermó y tuvo que ser hospitalizado durante una larga temporada. Fue algo imprevisto. Al cabo de unos meses le dieron el alta y lo primero que pidió fue visitar su huerto; un trozo de tierra lleno de vida que con tanto cuidado, entrega, sacrificio y dedicación había trabajado desde su juventud, hasta que la edad le pasó factura.

La visita al huerto no iba a ser un momento de reencuentro feliz. Lo sabíamos. Él era conocedor de que nada, después de su intervención quirúrgica, iba a ser lo mismo. Y yo, inquieto por su reacción, cuando viera el huerto, "abandonado" en plena actividad, cuatro meses atrás. 

Abrir la puerta de acceso a la casa, ver el huerto y empezar a llorar, fue todo uno. Yo esperaba otras reacciones, pero no esta. Nunca vi a Pedro, mi suegro, a sus ochenta años y hombre de gran envergadura, a pesar del difícil momento que estaba pasando, llorar en los cuarenta años que hacía que lo conocía. Me desarmó. No supe gestionar la situación. Apenas pude pronunciar un "no se preocupe" y poner mi mano sobre su hombro. Le entendía perfectamente. Su vida física estaba un tanto deteriorada y a esto, había que sumar el "lamentable" aspecto que presentaba lo que había sido su espacio de feliz intimidad y plena satisfacción, y al que, además,  ya nunca podría regresar para cuidarlo.

Pedro se quedó con la mirada fija en lo que antes fuese un vergel, su vergel. Yo, compartía la mirada entre su cara y un huerto lleno de hierbas y pequeñas flores. Fueron unos minutos tristes y tensos. Sin más palabras, cerramos la puerta de acceso al huerto y regresamos a casa. Cuando le dejé en el portal de su domicilio, tras darle un par de besos, le dije que me preocuparía de limpiarlo. Yo, que mi relación con la tierra, por aquella época, era a través de las macetas que tenía en la terraza.

Al cabo de unos días de este episodio, me armé de valor y acudí al huerto para iniciar mi promesa contraída con Pedro. No sabía por dónde empezar. Así, que me encendí un cigarrillo y comencé a pasear entre las hierbas y las diminutas flores, hasta detenerme en una zona en la que florecían ejemplares de colores muy llamativos, que iban del lila al rosáceo e incluso al azul cobalto. No me resultaba desconocida, pero tampoco era habitual en mi imaginario. En un principio pensé que se trataba de una mala hierba; muy vistosa, aunque mala hierba, y además, pinchaba. Conforme avanzaba por ese escenario, me percaté que mi suegro acostumbraba a plantar en esta zona los cardos que consumíamos en Navidad. Deduje que se trataba de la flor del cardo, bien desconocida para mí. Miré a mi alrededor y seguí avanzando sin rumbo preciso. 

En otra zona del huerto se agrupaban diminutas flores amarillas, también desconocidas para mí. Un poco más allá, otro grupo, en perfecta formación, de pequeñas florecillas blancas y violáceas. Se trataba de las flores de las acelgas y de las borrajas, como pude comprobar al ver más de cerca sus respectivas e inconfundibles hojas. Había otros capullos que no supe diferenciar de entre las pequeñas flores de las malas hierbas.

Me senté en el bordillo que separa el huerto del camino de la casa, me encendí otro cigarrillo, miré el florido huerto y me dije: "¡Cuán ignorante eres, Fernandito!. Ahora descubres, que todas las plantas tienen flores". Y como para excusarme, me respondí: "Es que Pedro nunca dejaba que la verdura se subiera hasta florecer". Me puse el mono de faena y comencé a asear el huerto.

Pedro fallecería en 2019. Desde entonces, me he hecho cargo de su huerto y hago lo que buenamente puedo. Siempre aprendiendo. Nada que ver a como lo tenía mi suegro de productivo, pero sí que intento que sea un huerto vivo y escoscado. Es como le gustaría verlo, si estuviera todavía entre nosotros. En ocasiones, alguna planta de verdura se ha subido y ha sacado sus flores para la vida. Cuando esto sucede, me viene a la memoria aquel día en el que aprendí que todas las plantas tienen su flor.

De lo que significa en estos momentos el huerto para mí y de cómo entiendo ahora a Pedro y a las horas y los días que invirtió en él, lo dejaré para otra ocasión. Adelanto solo una palabra, felicidad.



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