miércoles, 16 de marzo de 2016

00256 Contemplar el Fuego

DE UN HOGAR



Nunca he dispuesto de fogón propio. Por no faltar a la verdad, en una ocasión, en un piso alquilado de mis primeros años en Monzón, el salón del apartamento exhibía una chimenea. Sólo una vez hice uso de ella en un año. Nunca he estado en Londres, pero ese día me aproximé en espíritu a esa ciudad. Pude hacerme una idea.  Lo de menos fue el olor del que se impregnó toda la casa. Soporto bien los olores. El susto, la casi tragedia convertida en comedia y la panzada de limpiar tras dominar la situación fue lo más relevante de esa ilusionante jornada.

Será por eso, porque nunca he contado con chimenea propia que cada vez que tengo oportunidad me quedo extasiado en su contemplación, atraído por el crepitar de la leña mientras regala un fuego juguetón y generoso. En esos momentos mi semblante de idiotez y abstracción alcanzan límites inimaginables. Me puedo llegar a convertir en una ausencia total, en un mueble más de la estancia quedo y complaciente.

En una ocasión leí que "hay fenómenos de la naturaleza que nos causan una fascinación inevitable: el ruido del mar, la mirada puesta en las estrellas o la contemplación del fuego. Algo hay en estos elementos que nos atrae irremediablemente, alguna memoria ancestral que se pone en juego". Puede que la clave esté en esa fascinación inevitable a la que hacía referencia el antropólogo de la cita. Un fuego recogido y controlado que llena mi mirada y que  produce en mí una atracción irresistible y placentera. Una situación difícil de explicar con palabras. No existen en ese momento. Sólo sensaciones, pensamientos esquivos, abstracción, dicha plena. Las llamas del fuego parecen bailar un extraño ritual al son de improvisadas notas musicales con olor a encina, a viña, a madera carcomida. Sólo la ceniza pondrá fin a tan sutil danza vestida de llamativos ropajes cálidos, puros y serenos. Y entre el principio y el fin, sólo sensaciones. Del todo a la nada, de la robustez al recuerdo de lo que un día seremos. Y mi alma, que nunca la encuentro, parece sentirse también placentera.








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