Se cuenta que el origen de los calçots se debe a un agricultor de
la localidad tarraconense de Valls al que llamaban "Xat de Benaiges",
a finales del siglo XIX. Al parecer, en una ocasión quemó unas cebollas
viejas en el fuego y en lugar de tirarlas, las peló y probó. Verificó que su
sabor era muy dulce y su textura poco fibrosa. Según he podido leer, no hay
ninguna documentación que evidencie esta historia. Sin embargo, en el archivo
municipal de esta localidad se acredita la existencia de calçots en esta población
a principios del siglo XX. No así de la existencia del "Xat de
Benaiges", una historia que comenzó a circular en los años 40 del siglo
pasado.
Cierto o no, me parece una historia cuando
menos curiosa. Como curioso es el efecto calçot, llegada esta época del año. No
hay mercado que se precie que no muestre y airee durante estos días unos buenos
manojos de calçots. Grupos de amigos y familias preparando un fin de semana con la excusa de esta aprendiz de cebolla. Restaurantes destacando en sus menús populares calçotadas como algo extraordinario... Vamos, que no pasa desapercibido. Me atrevería a decir incluso, que es esperada y deseada su llegada.
Me ha entrado la curiosidad por saber qué volumen de negocio mueve tan popular cebolla. He encontrado un artículo en el que afirma con contundencia que el calçot es un "auténtico activo económico, del que pueden dar idea algunas cifras: en el año 2013 se produjeron 48 millones de unidades y, sólo en la comarca del Alt Camp, el movimiento económico generado por los visitantes que acudieron a degustarlo fue de 16 millones de euros". Para hacerme una idea creo que es un buen dato.
Siempre he defendido que hay determinados alimentos o elaboraciones culinarias que no deben comerse en soledad. No saben igual. Aquí debería de abrir un paréntesis para remarcar que comer en soledad nunca es bueno. El calçot es un notorio ejemplo; una excusa para reunir a familia o amigos. Y de hecho, así lo hace.
Los he comido en jardín y mesa puesta en la localidad de Salomó, en lo que fuera una enorme bodega convertida en popular destino gastronómico. Un auténtico espectáculo donde el calçot era una mera excusa para acabar comiendo como si no hubiera mañana: calçots, embutidos, judías blancas con butifarra, carne a la brasa, tarta de yema, "músicos", café y licor. Y en torno a la mesa, una veintena de comensales. Todo familia.
También me he deleitado con ellos en las calçotadas familiares que organizábamos en una casa rural en Lupiñén bajo la dirección y supervisión de mi hermana María Engracia, experta en quemarse los dedos, y la sabrosa salsa romesco elaborada por mi sobrino Miguel. Y en torno a la mesa, más de veinte comensales. Todo familia y algún amigo.
En una ocasión los comí sólo en casa y al horno. También ya pelados, sentado y en plato. A estos respectos, nada más que comentar.
Además del sabor, me gusta el ritual que lleva consigo. La preparación y el olor a sarmiento. El babero que asumirá el goteo de la salsa. Coger el calçot con una mano por la parte superior y con la otra sujetar el tallo chamuscado, deslizarlo y dejar a la vista el corazón de la cebolla, tierno y blanquecino. Untarlo en la salsa, elevarlo hacia el cielo y dejarlo caer suavemente en la boca. Así uno tras otro hasta que se agotan. Y todo ello, rodeado de risas y familia.
No sé si el origen del calçot será real o una mera leyenda. Sea como fuere, qué gran invento.
Me ha entrado la curiosidad por saber qué volumen de negocio mueve tan popular cebolla. He encontrado un artículo en el que afirma con contundencia que el calçot es un "auténtico activo económico, del que pueden dar idea algunas cifras: en el año 2013 se produjeron 48 millones de unidades y, sólo en la comarca del Alt Camp, el movimiento económico generado por los visitantes que acudieron a degustarlo fue de 16 millones de euros". Para hacerme una idea creo que es un buen dato.
Siempre he defendido que hay determinados alimentos o elaboraciones culinarias que no deben comerse en soledad. No saben igual. Aquí debería de abrir un paréntesis para remarcar que comer en soledad nunca es bueno. El calçot es un notorio ejemplo; una excusa para reunir a familia o amigos. Y de hecho, así lo hace.
Los he comido en jardín y mesa puesta en la localidad de Salomó, en lo que fuera una enorme bodega convertida en popular destino gastronómico. Un auténtico espectáculo donde el calçot era una mera excusa para acabar comiendo como si no hubiera mañana: calçots, embutidos, judías blancas con butifarra, carne a la brasa, tarta de yema, "músicos", café y licor. Y en torno a la mesa, una veintena de comensales. Todo familia.
También me he deleitado con ellos en las calçotadas familiares que organizábamos en una casa rural en Lupiñén bajo la dirección y supervisión de mi hermana María Engracia, experta en quemarse los dedos, y la sabrosa salsa romesco elaborada por mi sobrino Miguel. Y en torno a la mesa, más de veinte comensales. Todo familia y algún amigo.
En una ocasión los comí sólo en casa y al horno. También ya pelados, sentado y en plato. A estos respectos, nada más que comentar.
Además del sabor, me gusta el ritual que lleva consigo. La preparación y el olor a sarmiento. El babero que asumirá el goteo de la salsa. Coger el calçot con una mano por la parte superior y con la otra sujetar el tallo chamuscado, deslizarlo y dejar a la vista el corazón de la cebolla, tierno y blanquecino. Untarlo en la salsa, elevarlo hacia el cielo y dejarlo caer suavemente en la boca. Así uno tras otro hasta que se agotan. Y todo ello, rodeado de risas y familia.
No sé si el origen del calçot será real o una mera leyenda. Sea como fuere, qué gran invento.
Qué bien lo has explicado! Tan bien, tan bien, que hasta aquí me ha llegado el aroma a calçots.
ResponderEliminarPues fíjate, conforme lo iba escribiendo me estaban entrando unas ganas de comer calçots. Las dos que hicimos en Lupiñén fueron excepcionales.
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