Que me gusta el pollo no es novedad alguna. Me resulta grato de cualquier manera: guisado, empanado, a la plancha, en ensalada..., pero si tuviera que hacer un ranking personal, éste estaría encabezado por el pollo asado. Es otra de mis debilidades culinarias. Me conformo con bien poco.
El pollo asado ha sido una de mis preferencias, creo, que desde que tengo uso de razón. Mientras estuve bajo la tutela de mi madre, no hubo santo ni cumpleaños, 30 de mayo y 5 de septiembre, en los que no estuvieran presentes en la mesa sus espectaculares canelones y el pollo asado. No hacía falta preguntar qué quería para esas comidas especiales porque la respuesta era siempre la misma: canelones y pollo asado.
Cuando sale esta cuestión a colación con mis hijas, Loreto y Jara me miran como si fuese un extraterrestre. ¿Pollo?, se interrogan. ¿Pedías pollo? Insisten. Pues sí, les digo. Pedía siempre pollo. A mi categórica afirmación siempre añado aquello de que en aquellos años el pollo no era alimento tan corriente de consumo como lo es ahora y que para mí era un plato que lo identificaba con la fiesta y bla, bla, bla..., que de las pizzas, el entrecot al roquefort o el salmón ahumado, por ejemplo, sabía de su existencia de oídas y que bla, bla, bla... Mientras esto pronuncio, las miro y veo en sus caras la misma que yo debía poner cuando mi madre me hablaba de sus otros tiempos.
Siempre me hizo gracia lo del limón en el culo, con perdón. Así lo decía mi madre cuando explicaba cómo hacía el pollo asado. Colocaba el pollo en la fuente de horno, embadurnaba con manteca el ave, salpimentaba, exprimía sobre ella un limón e introducía los restos del ácido fruto por el ano del pollo. Delicioso!
Yo he seguido el mismo modus operandi que mi madre, salvo que en lugar de manteca utilizo aceite de oliva. Y es curioso, pero siempre que como pollo asado con limón o sin limón en el culo, con perdón, me sigue sabiendo a fiesta.
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