Cerca de Huesca, a tan sólo 13 kilómetros, en las proximidades de Loporzono. Allí se airea Ayera. Una pequeña localidad que apenas suma una decena de almas. Acudo hasta aquí para compartir, disfrutar y agradecer una invitación expresa de mi amigo y compañero, por aquel entonces, Javier Gironella. Supongo que de no ser por su amable propuesta, para mí todavía sería un punto desconocido más de la sorprendente geografía altoaragonesa.
Somos cuadrilla. El día ha salido primaveral en un mes de abril que va apurando sus días. Los campos nos reciben con un atractivo y singular verdor. A los ojos, el núcleo urbano resulta pintoresco y lleno de contrastes. Edificios cuidados y vividos frente a otros en los que la ruina avanza sin pedir permiso. Es una tónica habitual en muchos de estos pueblos en los que el progreso tampoco les pidió parecer alguno.
En el pausado y lento caminar por sus calles creo recordar contar hasta tres plazas e imaginar alguna que otra vida. Mi tendencia hacia la fantasía es lo que tiene. Mi afición por las ventanas y adivinar los micro mundos que se esconden tras ellas me invitan a ello. Ventanas heridas por el paso del tiempo que ni las celosías que las amparan han podido preservarlas. La conversación es animada e instructiva. Siempre es conveniente prestar atención a quien sabe. Rellenar de palabra y experiencias ajenas tu ignorancia. Anotar en tu cuaderno vital apuntes que pasar luego a limpio.
Me distancio unos metros del grupo. No me he podido resistir. Hacía tiempo que no veía tantos juntos. Todavía no están en su esplendor pero los reconozco con facilidad. Son lirios silvestres, como aquellos que arranqué hace muchos años en una excursión a no recuerdo dónde. Como esos lirios que saqué de su hábitat para transplantarlos a unas macetas que durante muchos años, contra todo pronóstico, nos alegraron la vista en los balcones de mi casa. Se aclimataron bien. Se domesticaron bien. En esta ocasión no quiero cogerlos, tan sólo tocarlos y acariciarlos en nombre del recuerdo. De un grato recuerdo. Me uno al grupo para acabar el plácido paseo por las calles de Ayera.
La comida en casa de Javier es entrañable, de esas que quisieras que no acabaran nunca. Sobre la mesa de todo un poco. Algo de gastronomía catalana, también navarra y por supuesto, aragonesa. Las tres "patrias" de Javier. Ah! y una empanada de berberechos con la que me gusta agradecer toda invitación. Y entre plato y plato un buen número de anécdotas, de historias no escritas en torno a una profesión, la de periodista, de los de antes. Y Nacho que no llega. ¡Qué extraño! Más tarde supimos que fue un problema de vesícula.
Nunca más he vuelto a Ayera. Hoy, las imágenes recogidas ese día me devuelven a ese pequeño pueblo que se airea a los pies de la Sierra de Guara.
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