Cuando retomé los pinceles estuve durante mucho tiempo pintando olas o paisajes marinos en los que se apreciaran olas. El motivo no lo sé. Tampoco me había parado a pensar en ello. No tiene trascendencia alguna.
Acabo de ver un archivo fotográfico titulado "Fotografías Pinturas". Hacía tiempo que no lo abría y me podía encontrar con cualquier cosa. Y así ha sido. Sólo había cuadros de olas. Lo primero que me ha llamado la atención ha sido el tiempo transcurrido desde que los pinté. Algo más de una década. Pinturas que ni me acordaba de ellas. La mayoría las he regalado.
Al verlas de nuevo he recordado esos primeros meses de mi reencuentro con la pintura y el óleo. Con los primeros cuadros a los que me enfrenté. Y efectivamente, todos tenían que ver con el paisaje cántabro y su acogedora luz, con las vistas desde la playa de Somo; el faro de Mouro, Santander, Loredo... y el mar, y las olas desvaneciéndose al tocar tierra firme. Olas pequeñas, suaves, sin apenas vida. Olas grandes, ruidosas y altaneras. Olas intermedias que incitaban a ser saltadas o llegado el caso, dispuestas para ser buceadas. Olas de blanca espuma, de verde esmeralda o azul prusia. Olas de frente, valientes y dando la cara. Olas de perfil, de las que juegan al despiste. Olas de silencio, apenas una línea blanca. Olas de cresta iluminada en un atardecer confuso. Olas chocando en la roca en un prematuro desvanecimiento. Olas de juego y recreo. Tantas y tantas olas, tantas veces miradas. Será por eso que hubo un tiempo en el que me gustó pintar olas. Me sentía cómodo pintando olas. Me resultaba algo familiar, querido y cercano.
Hace tiempo que no pinto olas. La última, la que encabeza y cierra este escrito. Tampoco está ya conmigo. Necesito volver a pintar olas y recrearme en su textura.
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