Las albóndigas, tradicional factura y guiso de madre, son otra de mis debilidades. Algún día de estos le dedicaré una entrada a tan humilde y socorrido manjar. Hoy quiero traer hasta este blog unas albóndigas de reciente catadura: las albóndigas de atún. Al probar el primer bocado pensé, sin ninguna duda, que tenían que formar parte de este reto en el que ando metido.
Las hizo Gloria. Le gusta la cocina y cuando tiene tiempo nos sorprende con alguna elaboración no acostumbrada en nuestro menú. Al inicio de nuestras recientes vacaciones en Huelva, en el Nuevo Portil, cerca de Punta Umbría, acudimos, como solemos hacer siempre al día siguiente de nuestra llegada, al mercado central onubense para hacer provisión de alimentos. En la cesta de la compra gana por goleada el pescado y dentro de las especies marinas, el atún, una de sus debilidades. En la pescadería le llamó la atención unos envases de plástico transparente que se disponían en primera fila del gélido mostrador y que contenían una carne picada roja. Preguntó por su contenido y el simpático pescatero le respondió: "atún picado para hacer albóndigas. Las puede hacer en salsa, con tomate..., salen buenísimas. Llévese una y ya me contará". Y así lo hicimos, aunque no cumplimos con todo el mandato. Nos llevamos un envase pero nos volvimos a casa sin contarle cual fue el resultado. Lo dejaremos como excusa para volver el próximo año.
Un día Gloria se levantó con ganas de hacer las albóndigas. Siempre he pensado que hay elaboraciones culinarias que para su ejecución hay que tener cierta predisposición. Sirvan como ejemplo las albóndigas o las croquetas. El caso es que me fui a dar mi habitual paseo matinal mientras ella se dedicó a la albóndiga. Sólo vi el inicio de la elaboración. El momento de desmigar el pan para añadírselo a la carne picada de atún.
Tras mi paseo y sus albóndigas nos vimos en la playa. Le pregunté por su creación gastronómica y me contestó con un escueto "en la cocina he estado toda la mañana con ellas".
De vuelta a casa y ya en la mesa, aparecieron los redondos manjares acompañados por unas tiras de pimiento rojo asado. Silencio. El olor que se desprendía del perol no podía ser más atractivo. Miradas. Ya en el plato las albóndigas en cantidad de cinco. Un suspiro. Pinché una con un tenedor mientras el cuchillo la partía en dos mitades. Como la mantequilla. Monté una tira de pimiento sobre una de las partes cortadas y me llevé a la boca el combinado. Inenarrable. Suave, sabrosa, en su punto. El mar había entrado a mi boca. ¡Qué placer! ¡Qué exquisitez! Y así se lo hice saber. Su dedicación a la albóndiga en una mañana vacacional había merecido la pena. Ya lo creo. Igual que ocurriera con otras que hizo de choco hace unos años. Pero eso será otra historia.
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