RECUERDO
Y SON DE SAN LORENZO
Hace calor. Hace y tengo mucho calor. Es
normal. Estamos en agosto y esto es Sevilla. La Agencia Estatal de Meteorología
ha advertido del intenso calor que azotará el centro y sur de la península y
todo parece indicar que Sevilla se llevará la peor parte, alcanzando
temperaturas que superarán los 40º centígrados. Ayer una mujer de 55 años y un
joven de 24 morían debido a sendos golpes de calor. Ella fallecía en el
Hospital Virgen Macarena donde ingresaba tras sufrir un fallo multiorgánico
debido a las altas temperaturas y a la falta de aislamiento adecuado en su
casa. El joven moría tras sentirse indispuesto cuando jugaba a fútbol. Ya en su
casa, quedó inconsciente, con falta de pulso y respiración y temperatura
corporal muy elevada. Los servicios sanitarios desplazados hasta su domicilio
no pudieron hacer nada por salvarle la vida. El golpe de calor es un síndrome
grave que se produce por un fracaso de la termorregulación por la exposición a
unas altas temperaturas y que provoca que el organismo no sea capaz de
controlar la temperatura corporal, de forma que la fiebre sube a más de 41
grados.
Tendría que haberme ido como hago todos
los años pero la tesis doctoral en la que estoy trabajando se ha convertido en
la guía de todos mis deseos. De cualquier manera, debería haberle dado un
carpetazo temporal y escaparme en busca de parajes más refrescantes. Cualquier
excusa me sirve en las últimas semanas para despistar mi atención y no
dedicarle todo mi tiempo y mis esfuerzos. Cuando no recojo la casa, envío
correos electrónicos a mis contactos un tanto desconectados. Los diecisiete
pasos que separan mi mesa de trabajo de la nevera empiezan ya a hacer estela en
el pasillo. Ahora sed, luego hambre o simplemente para meter la cabeza dentro y
refrescar las pocas ideas que me quedan. En una de estas idas y venidas acabo
de ver mi bolsa de calcetines desparejados. Otra socorrida excusa para serle
infiel a la tesis: emparejar calcetines que no utilizaré hasta el otoño.
Necesito hablar con alguien y escuchar una
voz amiga y conocida, pero como si de una ley de Murphy se tratara, solo
consigo oír la enlatada voz de “al teléfono que llama está apagado o fuera de
cobertura”. Solo me resta ya a estas alturas de mi desganado día coger
un libro y consumir mis “preciados y preciosos minutos” con su lectura. No
tengo nada nuevo que leer, así que tendré que recurrir a una relectura. Elegir
el título también me llevará su tiempo. En momentos así no sirve cualquier
cosa. Descarto los poemarios, una de mis pasiones, así como los ensayos y la
novela histórica. También aparto los ejemplares de numerosas páginas. No lo
sabré disfrutar pensando que me espera, cuando me pasa la desgana, mi tesis
doctoral. Tiene que ser algo ligero y que pueda consumir en un par de horas o
tres como máximo. Seleccionaré media docena de libros y una vez sentado me
decantaré por uno de ellos. Estas son mis alternativas: “La ciudad de
la niebla”, de Pío Baroja; “Las olas”, de Virginia Wolf; “La función delta”, de
Rosa Montero, -recuerdo que en su día me estremeció con su reflexión en torno
al amor y la muerte. Puede ser el candidato para su relectura-; “La muchacha de
las bragas de oro!, de Juan Marsé; y por último, un dos en uno, “La
especulación inmobiliaria y La nube de smog”, de Italo Calvino.
Quien me conoce sabe que estoy enganchado
a los olores y en especial a los que
tienen que ver con la imprenta. Cuando cojo un libro, nuevo o viejo, me gusta
olerlo y pasar sus páginas por delante de mi nariz. Cada ejemplar tiene su olor
particular y el de Calvino huele a algo bien distinto. Repito la operación y de
entre sus páginas caen sobre mis rodillas unas hojas disecadas, unas hojas de
albahaca disecadas. En la contraportada, en la parte superior derecha, una
etiqueta en la que se lee “Librería Estilo. Huesca”. Y en la primera de sus
hojas, y en bella y perfecta caligrafía: “El cinismo, las dudas, las palabras
huecas y la falta de escrúpulos no es algo exclusivo de la época en la que nos
ha tocado vivir. La mala conciencia, la palabrería sin sentido y la nula
intención de resolver los problemas son cosa vieja”. Y a continuación el nombre
de Isabel para cerrar unos mayúsculos besos.
Fue hace nueve años cuando este libro
entró en mi casa. Era también el mes de agosto. Por aquel entonces me quedaban
muy pocas ciudades españolas por conocer: Soria, Teruel, Cuenca y Huesca. De
esta última, unos amigos que la habían visitado recientemente me habían hablado
muy bien de ella y sobre todo de su provincia. Así que decidí desplazarme hasta
allí una semana. Mi intención era pasar un par de días en la capital para
posteriormente visitar los hermosos parajes de los que me habían comentado
excelencias y sobre los que me había informado meticulosamente: Ordesa, Torla,
Broto, Hecho, Ansó, Jaca, Canfranc, Valle de Tena, Panticosa, Graus, Roda de
Isábena, Aínsa, Bielsa, Boltaña…
Llegué a Huesca el 8 de agosto, a media
tarde, con mi tienda de campaña que instalé, por los pelos, en el Camping de
San Jorge. En mis preparativos del viaje sabía dónde ir, qué comer y dónde
hacerlo, pero se me pasó por alto un dato importante que daría al traste con el
guión previsto: las fiestas patronales de la ciudad de Huesca, del 9 al 15 de
agosto. Así lo anunciaba un simpático cartel que todavía conservo por algún
sitio, obra del prestigioso y reconocido diseñador gráfico Isidro Ferrer.
El camping estaba abarrotado y yo, abatido
por mi torpeza. Decidí entonces ir al bar para recomponer la situación e
improvisar un nueva ruta de viaje en compañía de una buena jarra de fresca cerveza. Estaba claro
que con una ciudad en fiestas poco o nada de lo que me interesaba ver podría
visitar. En una mesa vecina un nutrido grupo de jóvenes reían mientras
repasaban sus andanzas festivas de años precedentes. No recuerdo con exactitud
cómo fue, tengo aquí una pequeña laguna mental, el caso es que al poco tiempo
me encontraba unido al grupo. Eran estudiantes llegados de distintos puntos de
la geografía española. Llevaban varios años acudiendo a las fiestas de Huesca,
en honor a San Lorenzo, por invitación de una tal Isabel. Según me comentaron,
el primer año acudieron a la cita cinco amigos. En sucesivas ediciones el grupo
fue en aumento hasta llegar a los catorce, composición de la expedición ese
año.
Inmerso todavía en mi contrariedad
escuchaba sin mucho interés cómo hablaban de unas peñas, de la salida de los
toros, de vaquillas, becerradas y carreras de burros, de una pañoleta verde que
llevaban desde el primer año y que les proporcionara Isabel, de unos danzantes,
de aperitivos, de noches sin dormir, del “tubo”, de albahaca, de almuerzos, de
conciertos, de charangas, de hospitalidad….. Todo parecía ser muy entrañable,
fascinante y divertido, aunque para mi resultara ser muy común a otras fiestas
y por lo tanto, carente de mi interés. A punto de improvisar un “gracias por
vuestra compañía” y de dirigirme a mi tienda para dormir y así poder madrugar
al día siguiente y huir de la festiva multitud, apareció ella, Isabel, la
anfitriona de mis improvisados compañeros de cañas.
No sé qué fue. Si su amplia sonrisa, su
alegre y despierta mirada, su desparpajo o su forma de saludar al grupo, que su
presencia me cautivó. Mis pies no habían hecho más que hacer fuerza en el suelo
para levantarme de la silla cuando mis piernas declinaron la invitación a
continuar con el proceso. Allí me quedé como un colega más. Una breve
presentación y una sencilla explicación de mi situación bastaron para iniciar
una animada conversación con Isabel, una oscense estudiante de psicología. La
velada se prolongó hasta bien entrada la madrugada y en la despedida y con la
sonrisa que le acompañó durante toda la noche, aseveró: “Nos vemos mañana.
Ponte una camiseta blanca que de la pañoleta me encargo yo”.
Me gusta la fotografía. Es otra de mis
grandes aficiones. Desde que comencé a mirar a través del objetivo de una
cámara tengo perfectamente clasificados 143 albumes. De cuando en cuando suelo
echarles un vistazo y recordar viajes o encuentros familiares. El olor de la
albahaca y el recuerdo de Isabel me ha llevado a coger el album número 71 de mi
privada e íntima colección de imágenes. Hace muchos años que no abría sus
hojas, tanto como los que no se de Isabel.
Solo su simple apertura me vuelve a
emocionar como me sucediera en Huesca hace nueve años. Primeros planos,
fotografías de grupo, mucho color, un buen número de pequeños detalles,
multitudes, el coso taurino, en un breve descanso, gentes anónimas que
cautivaron mi atención… e Isabel, siempre Isabel, quien me enseñó la otra cara
que toda fiesta tiene. Ella me hizo ver que las fiestas laurentinas, así creo
recordar que las llaman, son mucho más que música y charanga, que toros y
alcohol, que largas horas sin dormir, que desbordante y contagiosa alegría… Me
supo transmitir sin esfuerzo alguno el espíritu de esa fiesta en honor a San Lorenzo,
con olor a albahaca, de porte blanco y verde, de jota convertida en oración
y plegaria, de dance y de singulares
melodías.
Del bullicioso y característico inicio de
las fiestas, el día 9 de agosto a las doce del mediodía, a la hermosa mañana
del día 10, San Lorenzo, día grande en Huesca. A pie de foto leo: “Son las ocho
de la mañana. Toda la noche sin dormir para ver a los Danzantes de Huesca.
Mucho público. Palmas y vítores. Agradables melodías las que acompañan al
dance”. Y de todas, una imagen, la de Isabel en el momento de ver al santo
asomar por la puerta de su basílica. La instantánea recoge su cara emocionada
por la que se adivina descender una lágrima. Y frente a ella, el busto de San
Lorenzo. Me estremece y me produce un sentimiento de ternura. “Día 11. En la
Fiesta del Mercado con los Danzantes como protagonistas”. “De reposo en unos
céntricos veladores de la capital oscense”. “En las ferias”. “Bailando en las
peñas”. “De ronda”. “Hoy no me puedo levantar”. “En los toros a pleno sol”. “Vaquillas”.
“En el Parque Bar”. “En la Casita de Blancanieves”. “Niñas jugando”. “Paseo de
Las Pajaritas”. “En los tenderetes”. “Lo que pudo ser y no fue”; alguien del
grupo cogió mi cámara y captó el instante en el que Isabel y yo nos dimos el
primer beso en la ermita de Loreto mientras intentábamos ver las lágrimas de
San Lorenzo.
Fueron días muy felices los que me regaló
Isabel en las fiestas de San Lorenzo. Hablamos mucho. En una ocasión al pasar
por delante de una librería vi expuesto un libro de Italo Calvino, “La
especulación inmobiliaria y La nube de smog”. Le comenté que me gustó mucho su
lectura, pero que lo debí perder en algún traslado. Ella también lo había
leído. En la despedida, en la mañana del día 15 de agosto, y mientras tomábamos
un café, me dio una pequeña bolsa que contenía un regalo, pero a condición de
que no lo abriera hasta que llegara a casa. Y así lo hice. Era el libro de
Calvino con olor a albahaca y que ahora me trae tantos y tan gratos recuerdos.
A Isabel, a pesar de las múltiples promesas
de uno y de otro, no la he vuelto a ver. A mi regreso nos llamábamos con
frecuencia, pero el paso del tiempo fue marcando la consabida distancia.
Hace calor. Hace y tengo mucho calor. Es
normal. Es 8 de agosto y esto es Sevilla. Mi tesis doctoral, después de tanto
tiempo, puede esperar. El recuerdo y son de San Lorenzo, no. No sé si veré a
Isabel, pero sí los lugares comunes en los que aprendí a querer unas fiestas.
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