Muchas cosas, por cercanas, nos pasan desapercibidas o no
les prestamos la merecida atención. En
mi caso, el Santuario de la Virgen de la Peña de Aniés es un claro ejemplo. Tan cercano y tan tardíamente conocido.
Mi madre hacía referencia a él con profusión de entrañables recuerdos. Para mi abuela Genoveva
era el santuario de los santuarios que acogía a la virgen de las vírgenes. Y
para mi tía Blanca, la única superviviente,
y Dios nos la deje durante muchos años, de mis raíces maternas, es, por
simplificarlo, la expresión heredada de una familiar y compartida fe no exenta
de emotividad por tantos y tantos añorados momentos.
Han transcurrido ya muchos años desde que nuestra siempre
recordada abuela Genoveva nos dejara. Y me parece que fue ayer, en Montesusín,
en la recta final de sus días, cuando el pasado y el presente le confundían,
que se acercó a mi cama y me dijo, “Venga, hijo mío, vístete que tenemos que
subir a la Virgen de la Peña”. La miré con extrañeza. Fijé mi atención en sus diminutos y bellos
ojos mientras de su boca se desprendía abierta una horquilla que sujetaría su
siempre perfecto y redondo albo moño. Apenas dispuse mis pies en el suelo, cambió su discurso para preguntarme que por qué me levantaba tan temprano.
En el tiempo que tuve la fortuna de disfrutarla, recuerdo que
sus oraciones y plegarias iban dirigidas a la Virgen de la Peña y que un buen número
de sus preciados recuerdos de mocedad se escribían en torno al escenario del
santuario mediante fugaces visitas y puntuales romerías.
Por aquel entonces yo sólo conocía el paraje a través de los
ojos y del decir de mi abuela. Pasaron muchas décadas hasta que pude poner
imagen real y caminar por el suelo que ella tantas veces transitara. Fue por
motivos de trabajo, para cubrir una información: la inauguración de la
techumbre del viejo santuario. Reconozco que me emocioné. Algo en mi interior se removió para despertar. El lugar no podía ser
más sugerente y bello. Unas vistas espectaculares desde donde se divisaba una
buena parte de La Sotonera oscense, -incluida la pequeña localidad de Aniés, pueblo
natal de mi abuela y que tras casarse cambiaría por el de Alcalá de Gurrea-, y que sólo podían mejorarse desde la
perspectiva que tienen los numerosos buitres que pueblan los cortados rocosos
de la Sierra Caballera.
Un santuario conformado por un conjunto de
edificaciones alrededor de una pequeña iglesia medieval, cuyos restos más
antiguos datan del siglo XIII. Pese a la escasa decoración al exterior de la
iglesia, el interior sorprende por sus decoraciones cerámicas, por sus restos
de capiteles historiados románicos y por sus pinturas. Se completa el complejo
con la casa del ermitaño o santero; un edificio situado bajo la roca en el que
destacan sus balcones superiores. Así de sencillo. Así de humilde. Así de espectacular. Digno de ser admirado.
Recientemente organizamos con mis primos una excursión a tan
emblemático y emotivo lugar para recordar, unir más si cabe
y no olvidar. Al frente de la expedición mis tíos Blanca y Antonio junto con mi tía Olga y mi hermana Gemma, máxima representación de las familias Trullenque Ayala. En las caras de Blanca y Antonio se podía leer la emoción, tocar la ilusión y sentir el cariño por todo lo vivido. Y por algún sitio, no recuerdo muy bien donde, puede que en la “piedra bailadora”, me pareció ver el rostro feliz de mi abuela Genoveva. Un rostro nacarado y dichoso por vernos a todos reunidos en su santuario, en el Santuario de la Virgen de la Peña de Aniés.
No hay comentarios:
Publicar un comentario