Para ella era más que una fiesta, más que unos días de desconcierto, de desorden hogareño, de horas prestadas al sueño. Era una semana en la que podía recuperar todavía las fuerzas necesarias para seguir manteniendo la actividad en casa. Un laboreo que durante todo el año, y salvo contadas ocasiones, por exigencias del guión de la vida, las paredes guardaban el riguroso silencio de la soledad. Para ella, San Lorenzo era más que una fiesta; era el reencuentro con lo que más quería: su gente.
Todo comenzaba unos días antes de que el mes de agosto asomara en el calendario. Las estancias de la casa volvían a inundarse de luz, de esperanzada vida, de presagio de que algo iba a pasar en breve.
A pesar de su ya avanzada edad, estos días previos al reencuentro, encendían en sus pupilas esa chispa de anuncio televisivo que iluminaban toda su faz. Todo volvería a ser como antes. Nevera y despensa recogerían en sus bandejas y estantes todo tipo de provisiones. Productos y viandas que ella sabía seguían gustando a los suyos. Carne para empanar, verduras de la huerta oscense, todavía auténticas, para pistos y sofritos, y guisos como a ella y los suyos gustaban. Las nuevas generaciones se contentarían con hamburguesas, embutidos, arroz y pastas. Y el pollo... y el melocotón con vino. No podía faltar de nada.
De los cajones, como todos los años, rescataría blancas camisetas y pañoletas de color verde que, como todos los años, sus nietos abandonarían por toda la casa después de haberles sacado todo el partido. Algunas prendas eran casi irrecuperables, pero "ya se sabe cómo son estos jóvenes", se decía, "les gustan así".
Estos días previos eran agotadores, interminables; por el trabajo y por la espera. Por el ansia de una fecha que parecía no llegar nunca. Ella sabía, todos los años sucedía lo mismo, que después de todo, la tan esperada y deseada semana pasaría en un abrir y cerrar de ojos. Sabía que en plena algarabía festiva, a sus nietos, con un poco de suerte, los disfrutaría tras algún perezoso despertar, porque la calle sería su auténtica y verdadera casa. A sus hijos, entre compromisos, toros y cenas en la que rememorar su juventud, tampoco las paredes se les caerían encima. Pero con todo, merecía la pena.
Para ella, San Lorenzo era mucho más que una fiesta. Era el reencuentro con los suyos para tenerlos de nuevo cerca llenando un espacio que por exigencias del guión de la vida, se tornó en ausencia. Definitivamente para ella, San Lorenzo era más que una fiesta. Era un esperado deseo.
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