DE CHUPARSE LOS DEDOS
En algún momento de este caleidoscopio vital he dejado constancia de mi gusto por esta carne y compartido alguna receta. Así que iré directamente al grano e intentar que desde aquí llegue el olor de una de las recetas con pedigrí de arraigo y tradición: el conejo al ajillo. Uno de esos guisos, y sin que sirva de precedente, obligado comer con las manos y chuparse los dedos. Y no lo digo como una frase hecha sino literal: chuparse los dedos para acabar de saborear esa película viscosa que se queda impregnada en ellos y que sabe a delicia.
Todo lo que suena a ajillo me resulta fenomenal, pero si le unimos el conejo, es una cosa ya bárbara. Pensando, pensando puede que fuera una de las primeras cosas que aprendí a elaborar. Su sencillez y resultado debieron atraparme. Hay varias maneras de hacerlo, según se tenga por tradicional costumbre. A partir de la base, conejo y ajos, hay quien le añade unos cuadraditos fritos de patatas, hierbas, pimienta, caldo de carne... todas las propuestas son buenas, No obstante, como más me gusta es sin añadiduras; bueno, con un chorrito de vino blanco. Así lo aprendí en su día y así lo hago, pero incluso hasta el vino puede sobrarle. Lo importante y la gracia del guiso está en los ajos y en su lenta cocción.
Así que manos a la obra. Cubrimos de aceite virgen de oliva la base de una tartera o sartén grande. Todavía en el frío aceite, echamos una decena de dientes de ajo pelados y comenzamos a guisar con el fuego muy bajo. Dejamos que se vaya aromatizando el aceite con los ajos y cuando estos empiecen a dorarse, incorporamos las piezas del conejo, previamente bien troceadas, sazonadas y pasadas por harina. Subimos ligeramente el fuego y dejamos que el conejo se vaya haciendo y tomando color. Fundamental, que no se nos quemen los ajos. Cuando el conejo está casi a punto, añadimos un generoso chorro de vino blanco y dejamos que el guiso ligue la salsa. También fundamental, sin prisas, despacito. Ya está. Solo queda chuparnos los dedos.
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