Al margen de su indiscutible belleza, encanto y singular atractivo, este valle altoaragonés tiene para mí un especial significado que me obliga a mirar y pensarlo de manera también peculiar. Fue aquí, en aquellos días del despertar a la vida con los sentimientos, emociones y atenciones algo revueltas, despistadas e incontenidas, donde comencé a apreciar y valorar el regalo de la existencia. Aquí tendría que ir a buscar los primeros sueños que confié a las estrellas, los primeros besos sentidos en la desnudez no solo de palabra y los segundos vómitos de una embriaguez inesperada.
Aquí fue donde puede aprender a retener en mi siempre frágil memoria, nombres pronunciados de siluetas vigías de un paisaje perfumado de querencias: Foratata, Telera, Tendeñera. Días de asombros en cada paso, en cada mirada, en cada sentir de las humildes incursiones en un territorio que llegué a hacer mío. Sallent, Lanuza, El Pueyo de Jaca, Tramacastilla, Biescas, Hoz de Jaca, Panticosa... vida en piedra sobre piedra esperanzada. Y en cada escapada, una emoción archivada al regreso.
Aquí, en este limpio valle con nombre de cobijo, aprecié el significado del color y del contraste y del sonido del agua en calma. Acaricié músicas, degusté apetitos de pastores, admiré siglos recuperados, respiré dichas entre verdores y brumas. Y aunque nunca se lo he dicho, aquí aprendí a querer a una tierra que desde entonces ha dejado de ser ajena.
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