MI PEQUEÑA SUPERVIVIENTE
No sé cómo llegó a mi casa de la infancia. Solo sé, que
arribó antes que yo. Es la superviviente de mis Navidades infantiles. El resto
de la decoración navideña de aquellos felices años se ha ido perdiendo por el
camino.
Las coloristas bolas y el espumillón de oro y plata, que
adornaban el abeto natural, fue lo primero que desapareció. No recuerdo cuándo,
pero hace muchos años que les perdí la pista. Por algún lugar quedarán restos.
El Nacimiento de figuras de plástico que se colocaba a los pies del árbol, al
cobijo de una cueva hecha con papel de aluminio azul y amarillo el suelo, lo vi
por última vez en una bolsa, también de plástico, de un conocido supermercado.
Sí, en cambio, conservo, fundidas, las luces que lo engalanaban. Todos los
años, cuando las veo, tengo intención de tirarlas, pero al final, siempre me
arrepiento.
La historia se repetía año tras año. Cuando me daban
vacaciones en el colegio, mi madre sacaba de un armario, la enorme caja que
contenía todo lo relacionado con la Navidad. Por aquellos años, no era mucho.
Lo suficiente para recibirla en casa como se merecía.
Una vez engalanado el árbol en una esquina del comedor, se
montaba el Nacimiento. Y digo bien lo de Nacimiento, pues no había más. Con
papel de aluminio, todos los años el mismo, se habilitaba una cueva y el suelo
para acoger a la Sagrada Familia, a la mula, al buey, a un ángel dos pastores y
una gran estrella plateada. Los Reyes Magos iniciaban su camino en la
habitación de mis padres. Yo me encargaba personalmente de que cada día
anduvieran varias baldosas, para llegar puntualmente al comedor el día 6 de enero
ante el Nacimiento. Y, por último, se colgaba una brujita con escoba en la
lámpara del salón comedor. Todo era muy ilusionante, pero especialmente el
momento en el que me subía a la mesa del comedor para colgar la brujita. Era el
inicio de la Navidad y el único día del año en el que se me estaba permitido,
con mucho cuidado, “sin hacerme daño, ni romper nada, subirme a la mesa.
La brujita, mi brujita, tenía algo especial. Me hacía reír cuando
la veía. A veces miraba en dirección al balcón. Otras hacia la puerta. Incluso,
en ocasiones, la sorprendía mirando la televisión. Claro, todo en función de
cómo le venía el aire.
Ella ha sido testigo de nuestros grandes encuentros
familiares y de las largas sobremesas navideñas. Nos ha visto crecer, reír, llorar.
Ha conocido a todos cuantos se han incorporado a la familia y también ha echado
en falta a los que ya no están con nosotros. Ha respirado los aromas de los
preciados menús elaborados por mi madre al amparo de nuestros gustos… Y sobre todas
las cosas, trae ahora un baúl cargado de gratos recuerdos.
Mi brujita, la superviviente de mi infancia navideña, ha tenido que acostumbrarse y acomodarse a otras lámparas. Pero sigue conmigo. Continuando con la tradición, es la última en incorporarse a la decoración festiva y también, la última en recogerse. Ya no me subo a la mesa. Alcanzo a colgarla sin estrategia alguna. No sé hasta cuándo. Y cada vez que la miro, me sigue haciendo sonreír y recordar. Porque mi brujita es como la Navidad, imprescindible, entrañable y plena de gratos recuerdos.
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