martes, 23 de enero de 2024

01252 Mi Brujita Navideña

 MI PEQUEÑA SUPERVIVIENTE


No sé cómo llegó a mi casa de la infancia. Solo sé, que arribó antes que yo. Es la superviviente de mis Navidades infantiles. El resto de la decoración navideña de aquellos felices años se ha ido perdiendo por el camino.

Las coloristas bolas y el espumillón de oro y plata, que adornaban el abeto natural, fue lo primero que desapareció. No recuerdo cuándo, pero hace muchos años que les perdí la pista. Por algún lugar quedarán restos. El Nacimiento de figuras de plástico que se colocaba a los pies del árbol, al cobijo de una cueva hecha con papel de aluminio azul y amarillo el suelo, lo vi por última vez en una bolsa, también de plástico, de un conocido supermercado. Sí, en cambio, conservo, fundidas, las luces que lo engalanaban. Todos los años, cuando las veo, tengo intención de tirarlas, pero al final, siempre me arrepiento.

La historia se repetía año tras año. Cuando me daban vacaciones en el colegio, mi madre sacaba de un armario, la enorme caja que contenía todo lo relacionado con la Navidad. Por aquellos años, no era mucho. Lo suficiente para recibirla en casa como se merecía.

Se comenzaba por ornamentar un abeto que traía un señor. Llegaba sin maceta. Tal cual. Así, que antes de comenzar la operación adorno, era necesario clavarle al árbol una cruz en la base del tronco para que se sostuviera erguido. Después, ya sí, se iban colocando las bolas y otros adornos en sus ramas para acabar con el espumillón. En los primeros años, que yo recuerde, no había luces. Llegarían con posterioridad.

Una vez engalanado el árbol en una esquina del comedor, se montaba el Nacimiento. Y digo bien lo de Nacimiento, pues no había más. Con papel de aluminio, todos los años el mismo, se habilitaba una cueva y el suelo para acoger a la Sagrada Familia, a la mula, al buey, a un ángel dos pastores y una gran estrella plateada. Los Reyes Magos iniciaban su camino en la habitación de mis padres. Yo me encargaba personalmente de que cada día anduvieran varias baldosas, para llegar puntualmente al comedor el día 6 de enero ante el Nacimiento. Y, por último, se colgaba una brujita con escoba en la lámpara del salón comedor. Todo era muy ilusionante, pero especialmente el momento en el que me subía a la mesa del comedor para colgar la brujita. Era el inicio de la Navidad y el único día del año en el que se me estaba permitido, con mucho cuidado, “sin hacerme daño, ni romper nada, subirme a la mesa.

La brujita, mi brujita, tenía algo especial. Me hacía reír cuando la veía. A veces miraba en dirección al balcón. Otras hacia la puerta. Incluso, en ocasiones, la sorprendía mirando la televisión. Claro, todo en función de cómo le venía el aire.

Ella ha sido testigo de nuestros grandes encuentros familiares y de las largas sobremesas navideñas. Nos ha visto crecer, reír, llorar. Ha conocido a todos cuantos se han incorporado a la familia y también ha echado en falta a los que ya no están con nosotros. Ha respirado los aromas de los preciados menús elaborados por mi madre al amparo de nuestros gustos… Y sobre todas las cosas, trae ahora un baúl cargado de gratos recuerdos.

Mi brujita, la superviviente de mi infancia navideña, ha tenido que acostumbrarse y acomodarse a otras lámparas. Pero sigue conmigo. Continuando con la tradición, es la última en incorporarse a la decoración festiva y también, la última en recogerse. Ya no me subo a la mesa. Alcanzo a colgarla sin estrategia alguna. No sé hasta cuándo. Y cada vez que la miro, me sigue haciendo sonreír y recordar. Porque mi brujita es como la Navidad, imprescindible, entrañable y plena de gratos recuerdos. 





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