TODO LO PUEDEN
Mucho habían cambiado las cosas desde aquel entonces. La vieja cocina de leña donde su madre asaba los pimientos, ahora era eléctrica, con horno incorporado. La estancia doméstica ya no era tan grande. En una reforma que se le practicó a la casa, dejaron la cocina en la mitad, para ganar una habitación destinada a comedor. El diminuto ventanuco que daba a unos campos de labranza, había sido sustituido por un gran ventanal que alegraba la estancia con la luz del día. Los oscuros y escasos muebles también fueron cambiados por unos más modernos y prácticos. Mucho habían mudado las cosas en aquel lugar, pero el alma, la esencia y los recuerdos permanecían inalterables.
Coincidiendo con la colocación de los últimos pimientos en el horno, sonó el teléfono. Limpió sus manos en el delantal y atendió la llamada. Era Elena, la pequeña de sus cuatro hijas. Al escuchar su voz, algo le decía que a su benjamina le pasaba algo. Así se lo hizo notar, a lo que Elena le respondió que no, que todo estaba bien y que solo llamaba para decirle que iba a pasar unos días con ella. Estaba preparando oposiciones y en la ciudad no le era posible concentrarse. En un par de horas llegaría.
A Elena le pasaba algo, seguro, pensó en voz alta, tras dejar el teléfono móvil sobre la mesa. "Si la conoceré yo, que soy su madre". No sin cierta inquietud y preocupación, prosiguió la labor que había comenzado al despuntar el día.
Una vez asados todos los pimientos, se dispuso a ejecutar lo que más le gustaba de todo el proceso: desprenderles de su piel y dejarlos limpios como una patena. Encontraba cierto placer en tal meticulosidad. Un placer, en esta ocasión, compartido con la preocupación de la queda voz que había observado en su hija en la breve conversación telefónica, anunciando el inesperado aviso de su visita.
La conocía bien y sabía también del hermetismo de Elena. No era joven de demasiadas palabras y de exteriorizar emociones, sentimientos y preocupaciones. La comprendía bien, pues ella, en su juventud, se comportaba idénticamente igual, para el desespero de su madre.
Una vez pelados y cortados a tiras los pimientos, separó un buen puñado para cocinarlos a continuación como más le gustaban a Elena; con chorizo picante y unos ajos en láminas. También en este gusto eran almas gemelas. Era un guiso aprendido de su madre, a la que también le encantaba. Lo preparaba idénticamente igual que ella, salvo que en lugar de cocinarlo en una tartera de barro, cosas del progreso, también en la cocina, lo hacía en una olla de acero inoxidable.
Comenzó por pelar unos dientes de ajo y una vez cortados a láminas, los incorporó a la olla con un poco de aceite de oliva virgen y el fuego a media potencia. Antes de que los ajos comenzaran a dorarse, añadió el chorizo picante, cortado a ruedas de unos cinco centímetros de grosor. Removió con una cuchara de madera durante unos cinco minutos, y finalmente incorporó los pimientos cortados a tiras. Bajó un poco más la potencia del fuego y aspiró, todo lo que dieron de sí sus pulmones, los vahos que salían de la olla. Tapó el recipiente durante unos cinco minutos, removió el contenido, apagó el fuego y dejó que se acabaran de cocinar.
Se trataba de un plato de grato recuerdo y sobre todo, de conversación y confesión. A su madre le había funcionado en sus tiempos y a ella, no le podía fallar. Tenía que averiguar que es lo que le tenía triste a Elena. Dispuso la mesa y esperó.
No habrían transcurrido ni treinta minutos, cuando Elena traspasó el umbral de la puerta de la cocina, cargada con una pequeña maleta, un bolso y una mochila. Al ver a su madre, dejó todo en el suelo y se fundió con ella en un fuerte abrazo, sin beso alguno. Efectivamente, a su hija le pasaba algo. Alejó de sí todo atisbo de preocupación y acarició la espalda y cabello de Elena. No mediaron palabras. Elena, con un gesto en la mirada, invitó a su hija a sentarse a la mesa. Los pimientos asados con chorizo todavía mantenían el calor. Los colocó en el centro de la mesa, junto a unos trozos de pan, unos vasos y una botella de vino tinto. El semblante de Elena cambió y su habitual dulzura volvió a su rostro. Miró a su madre, le guiñó un ojo y se introdujo en la boca una rueda del picante chorizo, unas tiras de pimiento y un pedacito de pan untado en el guiso.
Su madre, le miró, sonrió y pensó: "En pocos minutos sabré de tu pesar, mi querida Elena. Estos pimientos todo lo pueden. Me lo decía tu abuela. Y si con nosotras funcionó, también sabrán romper tu silencio. Te convenceré de que no hay nada que pueda borrar tu sonrisa y alterar tu felicidad. Lo aprendí de mi madre y tu lo heredarás de mí".
Mientras esto pensaba, Elena pronunció un escueto y emotivo "os necesitaba tanto".
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