LA SUEGRA Y LA NUERA
Cada vez que veo una amaryllis, no puedo dejar de sonreír.
En casa de mi madre, en el balcón de su dormitorio, siempre había una de estas
encantadoras plantas. Llegado el verano, la floración de la planta constituía todo
un impresionante espectáculo de belleza y color. Todos los días, desde que
comenzaba a aparecer el pedúnculo que culminaría con el regalo de las flores,
acudíamos al balcón para constatar su progreso. Ya, con la planta en flor, las
visitas se hacían más frecuentes con el fin de deleitarnos con la florida
imagen. Toda admiración era poca.
Ahora, cuando veo una amaryllis, no puedo dejar de sonreír,
de contemplar su belleza y de recordar a mi madre en el balcón de su dormitorio,
inclinada feliz sobre la belladonna.
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