Que me gusta y nos gusta, el pollo, es una obviedad a tenor del esporádico protagonismo que viene adquiriendo en este blog. Versátil y fácil de adaptar a un buen número de propuestas gastronómicas, rara es la semana que no forme parte de nuestros domésticos menús.
Hace unos días compramos unos muslos y contra muslos ya partidos con la intención de hacer un guiso, en aquel momento sin definir. Cuando me dispuse a cocinarlos llevaba en mente hacerlos al ajillo. Sencillo y sin complicaciones ya que la mañana se me había, curiosamente, complicado un poco. Salar y enharinar las piezas de carne y freír en aceite con abundante ajo hasta que quedaran bien crujientes y doraditas.
Al abrir el frigorífico para sacar la bandeja de pollo, observé la presencia de unas latas de cerveza. No es habitual que haya cervezas en casa. Me encanta la rubia bebida. Me chifla, pero no es menos cierto que, en los últimos años, he notado que me sienta fatal. La forma de no sucumbir a la tentación es carecer de ella. Recordé entonces que eran los restos de una reciente cena en casa con un amigo de mocedad al que no veíamos desde hacía unos cuantos lustros. Fue entonces, al ver las latas de cerveza mientras con una mano sostenía la bandeja de pollo, cuando relacioné pollo y cerveza al amparo de mi hermana María Engracia.
Ya he comentado en alguna ocasión que mi memoria es selectiva, muy selectiva, cada vez más selectiva y tendente a quedarse sólo con agradables momentos. Me acordé en ese instante, como en tantos otros, de mi hermana y madrina porque fue ella quien me enseñó la receta que después de los años intento imitar. Ahora lo apunto prácticamente todo, antes absolutamente nada. Antes se lo dejaba todo al quehacer de mi memoria, ahora no me fío de ella ni un pelo. El caso es que como sólo tenía de guía de la receta el recuerdo, elaboré el mencionado pollo a la cerveza dejándome llevar por imágenes pretéritas. Salé y enhariné los trozos del ave antes de freírlos ligeramente en una sartén con un buen aceite de oliva. Hecha esta operación, los fui depositando en una cazuela y los cubrí de cerveza, además de añadir una pastilla de caldo de carne. Esto último, lo de la pastilla, creo que me lo inventé con respecto a la receta original fraterna. Dejé que comenzara a hervir y bajé el fuego. A partir de aquí, sólo fue cuestión de espera y que el chup, chup hiciera el resto.
Mientras la espera, comencé a recordar recetas aprendidas de mi hermana en felices encuentros: el pastel de berenjena con jamón y queso, el pollo con castañas, el refrescante pastel de atún y lechuga, los rollitos de jamón de york rellenos con champiñones y bechamel o de espárragos y bechamel, los pimientos rellenos de arroz, la corona de costillas de ternasco, las berenjenas rellenas, sus exclusivas fabadas, sus pescados al minuto, sus orujos.... y suma y sigue. Comer en casa de mi hermana siempre es una fiesta de atenciones, sabores, colores, detalles y sorpresas que se aúnan para un mismo fin: agradar. También aquí nada es azar, todo tiene un porqué donde radica su especial atractivo. María Engracia, Machacha para mí, es una excelente, inquieta y curiosa cocinera aunque ella, desde su humildad, no lo quiera reconocer así.
El pollo a la cerveza parece ya estar listo. Lo acompañaré con arroz blanco hervido y empapado en la salsa. A Loreto y Jara, viviendo de su tía María Engracia, seguro que les encanta.
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