LA RAZÓN SE IMPONE
¡Qué curioso! Y pensar que cuando lo construyeron no me cayó nada simpático. Para conseguir su acomodo, vi caer los árboles que en tiempos fueron testigos de mis correrías. Constaté día a día cómo el cemento se iba adueñando de una zona casi prohibida, de misterio y cobijo de secretos inconfesados. No me gustaba nada. Me parecía un capricho desmedido, una obra más de tantas sin sentido.
Mientras las máquinas hacían su trabajo, yo miraba con desprecio un solar inmenso de tierra removida carente de alma. No se hablaba en el barrio de otra cosa. Los demonios corrían por dentro. Creo que nunca oí tantas veces las palabras horror y barbaridad. Hasta puede que yo también hiciese acopio de ellas.
Un buen día, no sé cuando, comencé a prestarle atención y a mirarlo con otros ojos. Sólo era un estanque, unos caminos y unos árboles que querían hacerse mayor. Y llegó su primera primavera. Empezó a llegar a gente; en grupos y en soledad. Comenzó a llegar vida, palabras, risas y alegría. Poco a poco me fui acostumbrando a un espacio no querido. Aprendí de sus pautas y de sus horas que no eran las mías. Aprendieron mis ojos a ver luz donde antes hubo umbría. Aprendí una lección que ahora siempre repito: todo requiere su tiempo para poder llegar a valorar las cosas. Lo mismo ocurre con las personas.
Quien lo diría estanque del parque, amigo ahora. Quien me diría que te convertirías en la a y la z de mis noches con sus días. Cuánto sabemos ahora el uno del otro. Tu, porque te hablo; yo, porque te escucho. El tiempo pasa y la razón se impone. Y mientras tu y yo hablamos, los árboles se nos están haciendo mayores.
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