Conozco a más de diez que no pueden con la mezcla de dulce y salado. Alguno incluso me dice que con sólo pensarlo se le remueven las tripas. Y si tengo mucha confianza con esa persona hasta me atrevo a contarle una práctica muy habitual que llevaba a cabo en mis tiempos infantiles de internado cuando a falta de margarina en el desayuno, mojaba las galletas en la leche con cacao previamente untadas en foiegras. No he vuelto a probar tan exótica combinación. Alguna vez he estado tentado sólo por recordar el sabor y comprobar después de cincuenta años si efectivamente, da tanto asco como según me manifiestan cuando lo cuento.
Después de esta confesión, está por demás decir que me gusta la mezcla de lo dulce y salado. Aunque soy un ferviente seguidor de la cocina tradicional, como ya he anticipado en alguna ocasión, me gusta también probar sabores nuevos y nuevas combinaciones de alimentos. Entre mis preferidos, el melón con jamón, el queso con carne de membrillo, un pescado con una vinagreta de manzana y limón, el conejo al chocolate, que algún día traeré a este blog con nombre propio, una reducción de Pedro Ximénez, una salsa de Oporto o unos higos confitados para alegrar determinadas carnes, la compota de manzana para acompañar pavo o pollo, el lomo a la naranja, o el foie con confitura de arándanos, cuyas imágenes ilustran esta entrada, y que me ha servido como orientación para compartir un nuevo gusto. Es una mera representación.
La combinación de sabores salados y dulces es una tradición muy antigua. En las cocinas romana y árabe, influenciadas por la oriental, los productos dulces complementaban y guarnecían platos salados, en especial asados de carnes y de aves.
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