Todavía conservo el recuerdo a serenidad y el olor a campo limpio que me produjo subir a la Torre de la Catedral de Santo Domingo de la Calzada. Una ascensión de 70 metros que me iba a regalar las fascinantes vistas de una tierra, teñida de intensos verdes y amarillos, en disputa en lontananza con el tenue azulado y albo monte de San Lorenzo. Un paisaje hermoso, lleno de vida y contrastes, que se vuelve más bello desde el silencio de las alturas.
La tarde en la sobremesa es calma. Es el inicio de una primavera esperada. El sol resplandece para calentar sin excesivos sofocos todavía. Una nueva invitación a la calma. La torre se alza como una filigrana cuidada, vetusta y delicada. Ciento treinta y dos peldaños ayudan a coronar la torre superviviente, la única que mantiene su esbeltez tras tres intentos fallidos al amparo de la catedral. Espero que los estragos del tabaco y mi falta de ejercicio no trunquen mi propósito.
Uno, dos, tres, cuarenta y nueve, cincuenta, cincuenta y uno... parece que la torre se rasga. No, es la maquinaria del reloj que también su atención reclama. Se trata de un reloj instalado en el año 1780 y que se mantiene en funcionamiento con su complejo mecanismo original de cuerdas, pesas y contra pesas. En la escalera se observan unos huecos circulares que permitían el paso de las cuerdas de las campanas y así poder ser tocadas desde abajo. Noventa y nueve, cien, ciento uno, y dos, y tres, y ciento treinta dos. Unas enormes campanas nos dan la bienvenida; un paradisíaco paisaje nos anima a su contemplación por los cuatro costados de la torre. Se está bien. El asombro saluda a campos, cielo y villa. Un poco más, una penúltima mirada, un nuevo giro a la torre. Un respiro más, unos cuantos detalles más, un acopio más de colorida vida. Ya abajo, el recuerdo me dice que le dedique a la torre una mirada agradecida.
Leo que la torre exenta es la cuarta que se levantó en la Catedral. La primera, sobre el espacio que actualmente ocupa el gallinero. Se construyó a finales del siglo XII o principios del XIII y fue destruida por un rayo en 1450. La sustituyó una segunda que, terminada hacia 1560, a mediados del XVIII amenazaba ruina. El obispo Andrés de Porras y Temes decidió la edificación de la tercera, que se llevó a cabo entre 1759 y 1760 para adoptar la tipología de torre-pórtico, apoyada una de sus caras en la fachada sur y el resto en unos arcos bajo los que discurría la calle. Apenas un año después se desmontó por problemas estructurales derivados de la inestabilidad del terreno, que implicaron además la ruina de la mencionada fachada. El mismo prelado acometió la construcción de una nueva portada y de la cuarta torre, para la que buscó un emplazamiento más seguro a unos ocho metros de la Catedral, al otro lado de la calle Mayor. Trazadas ambas por Martín de Beratúa, la portada se construyó en 1761 y la torre entre 1762 y 1765.
La torre se divide en tres cuerpos, de planta cuadrada los dos primeros y octogonal el de campanas, con cuatro torrecillas en los ángulos que se cubre con cúpula rematada por una esbelta linterna. Responde así al llamado modelo riojano de torre barroca que siguen, entre otras, la de Briones y las gemelas de la concatedral de Santa María la Redonda de Logroño, ambas del mismo autor.
En su construcción se utilizó piedra arenisca, y en su cimentación una argamasa compuesta por cal, arena, piedras pequeñas y cornamentas de vacuno, con las que se quiso contrarrestar la escasa firmeza del terreno y los efectos del exceso de agua en el subsuelo.
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