Es algo inusual. No dispongo ni de hamaca ni tumbona salvo en casos esporádicos y excepcionales. Pero reconozco, que llegado el caso, me atrapa para cumplir con el significado etimológico de la palabra: "red para pescado".
Los días de tumbona, con sus mañanas, tardes y noches, huelen a verano, a soportable calor y con suerte, a frescura en la piel. Sin libro que leer ni música que acompañe. Solos, ella y yo. Y de vez en cuando algún pensamiento que se añade sin consulta ni visado.
Hacia arriba y si entra el sueño, en duermevela, de costado hacia la derecha. Y si llega el sueño, sin quererlo y sin consciencia, boca abajo.
Pasa el tiempo. No sé cuanto. No hay reloj. La esfera numérica no marida con los días de tumbona. Es más, el plegable artefacto no marida con nada. Sólo con el cuerpo perezoso y vencido. La luz cambia. El sol sigue su curso. La hamaca ni se inquieta ni se inmuta.
De repente, hace calor, mucho calor. Es inconscientemente soportable. Las piernas y los brazos se inquietan y se mueven a espasmos. Ah!, es la mosca, la pesada mosca.
No hay hambre. En todo caso, sed.
La tarde hace acto de presencia y con ella el total y absoluto silencio. Tanto, que hasta me parece escuchar los pasos del sol en su camino hacia la despedida. Y allí sigo, allí seguimos. Empapados. Ajenos al día. Despistando con tímidos silbidos alguna desesperanza imprevista.
Todo es ya un contraluz para el columpio, el árbol y la marquesina. Pronto aparecerán las primeras estrellas en el despejado y cercano cielo casi aprendido. Pronto les confesaré a ellas mis anhelados deseos. Será el mayor esfuerzo en mi día de hamaca.
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