CON MODERACIÓN
Para algunos una virtud, para otros un defecto. Me considero un tipo paciente en la más amplia acepción de la palabra. Considero que tengo capacidad de sufrir y tolerar las adversidades, así como de esperar con tranquilidad las cosas que tardan y capacidad para realizar una actividad o un trabajo difícil, pesado o minucioso con perseverancia. Pero esta actitud ante la vida no siempre ha sido así. Su contrario, la impaciencia, ha marcado buena parte de mi vida.
Echo ahora la vista atrás y recreo momentos de inmediatez, de no esperar, de todo ya, al instante. Había prisa por ver, por terminar, por llegar. Era como si todo se acabara mañana, como si hubiera que estar demostrando continuamente mi existencia y razón de ser. Nada de sufrir, ¿por qué? ¿para qué? Todo rápido y además, a ser posible, con éxito. No había tiempo que perder. Creo que le llamaban juventud.
El paso de los años, el continuo aprendizaje de las cosas y algún que otro varapalo han hecho de mí un hombre paciente. Primero para conmigo mismo, fundamental. Y a partir de aquí, con los demás y con cuantas situaciones adversas puedan aparecer en el camino. Ahora, sin ir más lejos, estoy inmerso en una de ellas. Aunque con lógica preocupación, intento sobrellevarlo de forma paciente y equilibrada. Hace unos años, esta misma situación, hubiera producido en mí una auténtica zozobra.
Creo que mucho de este aprendizaje lo he adquirido gracias a mis aficiones. La plácida fotografía, el caminar a ninguna parte, la pintura reposada, mi gente del teatro, la meditada observación de las cosas... Todo confluye para fabricar grandes dosis de paciencia. Ahora la vida no la entendería de otra manera. Y puedo asegurar, que con ella vienen de la mano gratas sorpresas nunca imaginadas.
El día que constaté y me rubriqué como hombre paciente fue en una Semana Santa en Huelva, en el Nuevo Portil, en casa de mis sobrinos Ignacio y Blanca. En esa ocasión el viento y la lluvia no quisieron perderse la fiesta. Viento por la mañana y lluvia por la tarde. Pequeño protagonismo para el sol por la mañana y lluvia y viento por la tarde. Y así día tras día, los siete días. La gastronomía doméstica fue nuestra gran aliada como no podía ser de otra manera. Mi sobrina Blanca, buena y atenta anfitriona donde las haya, nos daba a punto del día la previsión meteorológica. Se trataba de un corta y pega del día anterior; la única variación, la inclemencia que iba cambiando de tramo horario. En un momento determinado y con pose casi caritativa pronunció la frase, "¿os gusta hacer puzzles?". "Oh, no. Horror", pensé yo, que no dije. Y allí que sacó un puzzle de no recuerdo cuántos centenares de fichas, dispuesto para que diéramos forma a yo que sé cuantas botellas de cerveza para mí todas iguales.
El caso es que mi sobrina dispuso un tablero sobre una mesa y venga, a buscar piezas verdes claras, oscuras, amarillas, rubias..... Una y otra y otra. Un descanso. A comer. Otra pieza que casa y otra más. Una escapada al chiringuito. A cenar. Con permiso, voy a montar cervezas, digo, a seguir con el puzzle. Por las noches soñaba con chapas, espumas y colores. Después del café matutino, otra de puzzle. ¡Por Dios, qué enganche! ¡Y qué paciencia! Y qué feliz me sentí cuando coloqué la última ficha. En mi vida había conseguido acabar un puzzle. No me lo podía creer.
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