Se oye una canción. No la conozco aunque podría silbarla. Es suave, suena suave. No me es desconocida. Todo está en perfecta calma. Hasta el aire, que no quiere importunar este momento. Hasta el deseo, cansado ya de desear.
El sol se despide de puntillas hasta el nuevo día. De repente, a lo lejos, unas risas. No molestan. Tampoco se agradecen. Son indiferentes al sublime escenario, a la quietud y tranquilo paisaje que lo invade todo, que todo lo adormece. Sólo un suspiro inesperado me devuelve a la vida, me transporta desde no sé dónde estaba.
Nada ha cambiado desde hace un momento impreciso. Todo sigue igual, o no. La música parece ser la misma. O no. Y las risas ya no son risas, son bostezos de algún despistado residuo de risa.
Al plácido paisaje le han salido diminutas luces para pintarlo más amable y cercano, para resaltar matices no vistos. Mientras el sol prosigue en su sigilosa huida, la noche comienza a derrochar aromas de mar y frescura. Ahora no es un suspiro. Es un respiro intenso, enorme, largo, como de competición. Un respiro necesario y deseado para acabar con la fatiga. Es un respiro de agradecimiento a la tranquilidad, a la paz y a la quietud de un momento buscado y al fin econtrado.
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