“Los primeros días me
extrañaba, hasta que descubrí que los paisajes de Aragón no pertenecen al
espacio, sino al tiempo, no son pues, paisajes, sino instantes. Hay que
saberlos mirar como quien mira un instante; como quien mira el instante fugaz cara
a cara. Una vez descubierto su secreto, no los cambiarías por ningún otro paisaje
del mundo”
Incierta Gloria. Joan Sales
Subo la persiana de mi
dormitorio. El día ha amanecido fresco y luminoso. No me da tiempo a recrearme
en mucho más. Es muy posible que si lo haga, dé un último sorbo al café y
vuelva a introducirme entre las sábanas todavía calientes y somnolientas.
Esta noche no he dormido bien. La
inquietud y el sobresalto le han quitado el protagonismo al sueño, a ese sueño
al que cada noche escasamente le es
necesario un
Padrenuestro para conciliar.
Hacía años que no me levantaba a
fumar, a quemar un cigarrillo. Me ha sentado fatal y recordado a mis días de
resaca. Me incomoda el recuerdo, el sabor en mi boca de la nicotina a deshoras
y el olor del tabaco entrada la noche.
Abro la puerta de casa. De la
mano me acompañan la ilusión y algo parecido al miedo.
La ilusión ante un nuevo
horizonte, ante un nuevo reto, y el
temor a un nuevo fracaso.
Sí, ya sé, todo es discutible. No
hace falta que me lo repitas más veces. Es condición humana. Son algunas de mis
humanas condiciones. Una y otro son libres
para asirse a cualquier piel. Hoy como ayer, como tantas otras veces,
han elegido la mía. Ya te contaré cómo me va el día.
Se me hace raro estar a estas
horas ya en la calle. No recordaba a qué olía una ciudad recién despertada.
Cerca de dos años en el dique seco del mundo laboral dan para olvidar muchas
sensaciones y hasta el cotidiano aspecto de los lugares comunes. El portero de la finca se ha
sorprendido cuando me ha visto. Me ha preguntado si pasaba algo, si había
surgido algún problema. Hasta el coche
me ha parecido que se alarmaba cuando he introducido la llave en la cerradura.
Pongo el cuenta kilómetros a cero.
Conviene de vez en cuando poner las cosas a cero, en un vuelta a empezar, en un
borrón y cuenta nueva. Esta es una de esas oportunidades.
Ya estoy con el incómodo y
molesto carraspeo de garganta. Que no, que no es del tabaco. Son los putos nervios,
la inseguridad y la maldita ansiedad. Si lo sabré yo que vengo escuchando mis
adentros desde hace casi sesenta años. Por Dios, qué vértigo.
¡Sesenta años! No sé por qué pero
el número me acaba de chirriar de manera alarmante. ¿Y si lo pronuncio más bajito?
Seeeeseeennntaaa. Todavía es peor. Suena amachacón y penetrante recordatorio.
Mejor escucho la radio. Aunque no
sé si es una buena idea. Mucho me temo que no será portadora de buenas
noticias. Hace algún tiempo escuché decir a alguien que” hay días en los que
despertar en este país da mucha pereza”. Sonreí. Es mi versión corregida de
“hay días en los que sólo apetece
ir cambiando de oreja en la almohada”.
Sin darme cuenta he fijado mi
vista en el cuenta kilómetros que hace unos minutos he reseteado. Justo en ese
instante, el siete ha dejado acomodo al ocho. Apago la radio. No estoy para
tragedias ni para salvadores de la patria ni para líderes de opinión. Lo único
que deseo en este momento es encontrar distracción a mis miedos e inseguridades.
Esto, y calmar mi ansiedad y carraspeo de garganta. Cuando llego a este extremo
me remito y recito mentalmente un poema anónimo, “El Ideal”, que se abrió amis ojos por primera vez cuando
mi alma todavía daba cobijo a muchos credos. Unos versos anónimos como los
suspiros con los que me tropiezo por la calle en el caminar de cada día. Un
poema de humilde y certero decir en el que se describe una bella estampa repleta de armonías y donde el ideal de vida se convierte en algo intangible,
sólo alcanzable ya para los sueños que
buscan descanso en su sempiterno vagar. Un ideal que memoricé cuando todos los
errores estaban todavía por equivocar. Unos versos que se quedaron grabados
para siempre como un recordatorio, como una oración a la vida, de por vida. Me
tranquilizan, hacen que me sienta bien.
“Una casa y no más: blanca y
sencilla,/lejos del mundo y de los hombres vanos./ Un huerto en que frutezca la
semilla/por la virtud humilde de mis manos/y del sudor labriego de mi frente./…”
A ochenta y noventa, no más, y
muy pendiente de la carretera. Hacía tiempo que no transitaba por aquí. Recordaba
un trazado en peores condiciones. Ten cuidado con los tractores y los camiones,
sobre todo en los tramos estrechos, no te vayan a echar a la cuneta. Todo
controlado.
“…Una vida sin odios cortesanos/
ni incertidumbres del placer presente,/ni angustias mensajeras del mañana,/ni
envidias, donde el mal abre su fuente./Una vivienda pobre y aldeana,/cerca del
bosque, y que del mar, amigo/ de mi risa infantil no esté lejana./…”
Los inicios son difíciles y el
volver a empezar se me antoja excesivamente incierto. Echo la vista atrás en
busca de posibles señales que puedan ayudar al presente. Mala práctica esta.
Muchas veces los recuerdos son como andalocios, como esa lluvia decorta
duración e intensidad sin apenas efecto. Como boira preta que escasamente te
deja vislumbrar el camino.
“…En su quietud, a solas, sin
testigo,/he de labrar el alma como el huerto,/del vendaval poniéndome al
abrigo./Mi brazo en la labranza se hará experto./Aguzaré del alma las pupilas/cuando
en negrura el orbe esté cubierto/y las obras de Dios yazgan tranquilas./…”
La carretera se estrecha más si
cabe. Un árbol, un solo árbol que ahora reconozco al final de un ligero
desnivel, desplaza la vía unos escasos centímetros a la izquierda. La luna
del coche se convierte entonces en una fantástica pantalla donde se proyecta
una primavera que vuelve con las zapatillas calzadas. Nuevas, relucientes. Mi viajar
se incorpora, de buen agrado, con mis
zapatos de antaño impregnados de polvos y barros, de arenas y sales de otros
parajes. Una primavera que me dice al oído que esté tranquilo, que el caso es
caminar. Caminar sin cansar, sin detener el paso. Ralentizar la marcha si es
preciso, pero nunca parar. El camino se hace necesario para los pies inquietos
y las mentes despiertas.
“…Gustaré, de la amada
biblioteca/la fruta idónea, entre apretadas filas,/cuyo zumo no se agria ni se
seca./El alma vestiré del recio lino/que la historia hubo hilado con su rueca./
Y acaso, cuando el gallo matutino/a
medianoche el aquellarre ahuyente,/iré a besar con amoroso tino/el rostro sonrosado y
sonriente/del infante gentil que hayamos hecho/en instantes de amor, puro y
ardiente/…”
Mis sentidos se incorporan al
camino, no así mis pensamientos que siguen inmersos en un zancocho sin saber de
qué hilo tirar. Y me pregunto, ¿qué hago aquí yo? Por un momento tengo ganas de
adentrarme en cualquier camín de la margen y dar la vuelta. La mente es muy
peligrosa cuando le das rienda suelta. No, hay que seguir. Es necesario
continuar para no dar luego voz al arrepentimiento. Mejor abandonarme a la luz
y al color que me presta este instante, como
cuando el estandarte se abandona al viento. Asirme a sus embrujos como si
llevaran consigo la llave maestra de todas las respuestas.
Veinticinco kilómetros. Pocos me
parecen después de tanto trasiego. Como diría mi amigo Jesús, “estoy tresbatido
y tanta faina en mi pensar se me inca”.
Veinticinco kilómetros intentando ahuyentar al pánico y la angunia que me
atenazan cuando pienso en mi nueva y temporal situación. Sí, otros quisieran
llorar con mis ojos. Es una oportunidad que no debería desaprovechar. Es lo que toda la vida has
estado haciendo y te gusta. Siempre has dicho que habías sido un privilegiado y
que lo que eres, es gracias a ella.
A mi derecha, un pintoresco y agrupado carrascal parece
querer darme la bienvenida.
Le saludo también en señal de
cortesía. Ser cortés cuesta muy poco. Me gusta que mis ojos coleccionen
imágenes, que estén bien abiertos y atentos ante la fabulosa e irrelevante robustez
de las cosas. Sin bergoña y con descaro. Mirar y aprender con la intensidad y
pasión que permita el instante. Curiosear para albergar asombros y murmullos
que se esconden firmes, tranquilos, tras vértigos esperanzados. Es la belleza o
quizás el curso inadecuado del camino, ajeno a mi voluntad, que hace que mi
cuerpo se estremezca, de repente, ante la imagen descubierta. Una feliz sensación
que hace conciliables las cosas opuestas. Un privilegio que va más allá de lo que
se puede advertir. Nunca sabes cuando las vas a poder necesitar. Igual mañana a
la vuelta de un descuido. O quizás luego, cuando el bostezo sea un previo
aviso. Puede que nunca y que sólo sean números en un archivo sin nombre. Me
gusta hacer provisión de imágenes para un por si acaso, para inventar una
historia o perderme de nuevo, en algún momento, entre el agua, el cielo, la
rama o la borda. Recordar un instante de luz, de paz queda, de camino ligero y
sin defecto.
En tiempos de sin quiazer, me
gusta recrear secuencias desprovistas de olores. Rendirme ante su sutileza en
un intento por regresarme de nuevo. No molestan. Nada piden, ni siquiera una
atención de cortesía antes dicha. Son como sorpresas guardadas en cajas
olvidadas que te devuelven a un tiempo sin palabras. Emociones, cosquilleos y pizcos
de nostalgias ante una curiosa mirada. Son como los abrazos, las caricias, los besos
o las palabras de aliento que guardas por si algún día te hacen falta.
Los campos comienzan a enseñar ya
sus verdores y con ellos reaparecen en mi tránsito mis cábalas y debilidades.
¿Pero qué hago aquí yo? Si no soy capaz de distinguir el ordio del alfalze. Si
una hectárea para mí es un mundo y un litro de agua es lo que cabe en la
botella del frigorífico de casa. Aún hay tiempo para reblar. Apenas una
treintena de kilómetros y estaré de
nuevo en casa, con todas mis inseguridades, pero en casa. Apuraré el café, haré
otro si es preciso, saldré a la terraza, observaré la sierra, dejaré la vista
pasear por el parque, buscaré figuras entre las nubes, encenderé un cigarrillo
y me disculparé por no saber afrontar el destino.
“…/Al otro día, entre la luz
brumosa, veremos en las flores el rocío,/…”
No se hable más. En el siguiente
camín que vea y sea posible, me daré la vuelta. No hay por qué sufrir de forma
innecesaria. Todo en su justa medida. Me sonrío. En su justa medida. Y lo dices
tu, un ser de espíritu desmedido, que tan pronto toca el cielo con los dedos como
escarba en la tierra y no precisamente para encontrar algo. Lo dices tu, el ser
acostumbrado a escribir su historia en dientes de sierra. Tantas entradas a los
campos y ahora que me urge una, parece que se han ido todas de pingoneo. Dita
sea la Ley de Murphy. Igual después de aquella regüelta…
¡Qué espectáculo! ¡Qué emocionado
espectáculo en una llanura que refresca y relaja la serenidad y armonía de las
cosas! Es la vista de un paisaje que penetra en el alma para quedarse. Un
paisaje en verde, variable como la vida; intenso, suave, susceptible a matices
y contrastes. De extremos excitantes y de perfecta neutralidad entre los extremos.
Verde neutral que en su justa combinación domina todas las cualidades positivas
en los acordes cromáticos. Y sobre el amable y relajado paraje en verde, unos torrollones
se elevan como enigmáticas y juguetonas figuras. Esculturas que la naturaleza
ha depositado en un paraje ávido de referencias.
Su visión no cansa. Equilibra,
tranquiliza y amortigua pesares. Color de lo natural y quintaesencia de la naturaleza. Verde
vida de nacer y renacer para la esperanza. Húmedo, fresco y camaleónico: “la
hierba de cerca parece menos verde”, aprendí y constato cada día. Germinar,
brotar, reverdecer, es la llamada de la primavera, de la vida que vuelve a reclamar
un sitio con próspera vitalidad y ánimo renovado. Verdor de una dicha en la placidez
de la memoria entre susurrados cantos que llenan de apasionados deseos el ingrávido
espacio.
Color de Venus y Afrodita, de
jardines, praus y esperanzados campos de sudores labriegos. Color de juventud,
de vigor y lozanía, de ilusión y anhelo. Del todo por hacer desde la innata
inmadurez. Verde, verdor, verdura para la esperanza ya desesperanzada.
Verdura, verdor y verde para
pintar un futuro desprovisto de color rebelde. No me canso de mirar y cuanto
más miro, más admiro. Me desfonda más fijarme en la insolencia de cada día o en
la falta de atención desatendida. Me encuentro feliz desde mi modesta, transeúnte
y humilde posición de mirar.
Mirar me complace y satisface.
Sólo mirar y dejar que el tiempo pase. Mirar como el juega el agua con el
viento y los maizales. Un rito, un baile al son de la melodía que baja desde la sierra. Un baile de
cintas sueltas que hermosean un paisaje que cada vez se asienta más en la
emoción de mis pupilas. Un ligero aire se incorpora al paraje de extasiado
mirar para hacer creer al campo que ahora es mar. Mirar para no desfallecer en la diaria labor
doméstica de cada jornada. Como el pequeño filósofo, tampoco voy a contar mi
vida, que sea el mirar con su color y su aliento quien la escriba. No me canso
de mirar y cuanto más miro, más aliviado respiro.
La matutina luz se posa suave y
delicadamente sobre los campos agradecidos de esperanzados verdores. Quietud y
calma. Silencio, que no despierte el alma ahora que está calmada. El triunfo de
la vida vuelve para mostrar sus trofeos como cada primavera. No hay miedo ya,
el color no engaña. Entre verdes se posa el aliento y entre las veredas, la
ilusión busca un nuevo aposento. Quiero jugar a ser verde, que ayer ya fui
pesar. Jugar entre los verdes calmados y en paz. Un ciprés, de los que todavía
creen en Dios, se alza airoso, sin complejos, hacia un cielo cercano y azul, sin
competir para no defraudar. Y a su verdor le digo, no me busques entre las
necias palabras ni en las falacias de los hombres necios. Tampoco entre el ruido
de los pasos en la calle que anuncia el camino hacia un paraíso apenas comprometido.
Búscame a tus pies de tus verdes campos, en cualquier verde infinito de jóvenes
espigas y yerba humedecida de cualquier abril. Y si no escuchas mi respiro será
porque ya no existo. Seré entonces tan solo una brizna de verde alma
acompañada. Apenas un suspiro, una leve caricia de terciopelo, un beso con
sabor a silencio, un descanso reposado donde dormir los sueños despiertos, esos
sueños que no hacen daño.
El trayecto ha llegado a su fin.
Me siento tranquilo y alegre. Ya no hay carraspeo en mi garganta ni ansiedad
que controlar. Y en cuanto al miedo, el
justo, el de cualquier vuelta a empezar.
Por el retrovisor del coche miro agradecido al paisaje de un instante,
clavado todavía, por siempre y para siempre en mi alma. Los paisajes “hay que saberlos mirar como quien mira un instante; como quien mira el
instante fugaz cara a cara. Una vez descubierto su secreto, no lo cambiarías
por ningún otro paisaje del mundo”.
Mientras recojo la negra mochila
del asiento del copiloto antes de abandonar el vehículo que me ha traído hasta
aquí, mis ojos se detienen en el cuenta kilómetros: 000050.
Cincuenta kilómetros son los que
separarán cada día las inseguridades de
la confianza en el futuro, de la mano de
un paisaje con olor a primavera.
“…y la tierra estará como una rosa recién nacida./Yo diré: Dios mío,/
que no nos huya nunca tanto bien./Y al yo besarte, me dirás: Amén.”
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