Acabo de dar por concluido un debate conmigo mismo y al final he tomado una decisión. Sí, tienen que estar en el blog. La cuestión estribaba en si los caracoles me gustan tanto como para formar parte de este caleidoscopio vital o dejarlos en el cajón de la indiferencia. Después de mucho sopesar el asunto he decidido traerlos hasta aquí. No por ellos en sí, que pudiera ser que también con algún matiz, sino por cuanto les rodea cuando contemplo su imagen.
En mi legión de fotografías que clasifico diariamente no hay imágenes de caracoles. Las cuatro que acompañan a este texto las he recuperado de un archivo que lleva por nombre "De todo un poco". Se trata de fotografías que me han enviado a través del wasap, que en algún momento hice y no sé cómo clasificarlas, o que simplemente, me da pena hacerlas desaparecer y pienso en una segunda oportunidad. Hasta las imágenes tienen que tener una segunda o más oportunidades.
De vez en cuando abro este archivo y echo un vistazo a su contenido. En ocasiones saco de este temporal olvido alguna imagen para reubicarla y encontrarle un nuevo acomodo. Aunque casi me las sé de memoria, en alguna de estas incursiones me llevo una sorpresa sin saber el motivo. La mirada es variable. Los sentidos y los sentimientos, según el instante, también. Algo así me ha pasado hoy con los caracoles. Cuatro imágenes que hasta hoy veía sin intención alguna. No son de mí autoría. Son de mi hermano Antonio que de vez en cuando me envía testimonios para ponerme los dientes largos con alguna de sus elaboraciones culinarias. Tiene buena mano y mejor gusto. Si acaso, igual hice yo la de los que están en la llauna prestos a ser ingeridos en un restaurante leridano. No lo firmaría. Puede que sea también de Antonio. O de mi primo Josemary al que también le gusta obsequiarnos en el grupo de was familiar con sus andanzas gastronómicas.
Hoy no sé el por qué, pero me he detenido en estas imágenes de caracoles sin previa intención. Quizás me reclamaban en silencio una segunda oportunidad. Quizás la mirada, sentidos y sentimientos lo han querido así. El caso es que me han sobrevenido otras imágenes que nada tienen que ver con mi gusto o no por este gasterópodo. He recordado a mis hermanos Pepe y Antonio en peculiares y fraternales pugnas cuando mi madre hacía caracoles. Bien purgados, bien limpios, hervidos y con ali oli. Una carrera por demostrar quien era capaz de comer más. Todavía puedo escuchar sus voces al final de la gastronómica lid: ciento diez, ciento once y ciento doce. Y yo, que no concursaba, como mucho podía llegar a la treintena ayudado de buenas dosis de ali oli. He querido ver de nuevo la destreza de mi siempre recordada cuñada Montse ante la sopera repleta de caracoles. Como insertaba, con esmera habilidad, uno, dos tres, cuatro y hasta cinco caracoles en un palillo y los mojaba en su preparado de oli y pebre. Era un visto y no visto que a mí siempre me dejaba perplejo. He vuelto a querer oler los caracoles que mi tío Antonio, tras cogerlos de su huerto en Montesusín y ante el anuncio de nuestra visita, cocinaba con receta personal de recio sabor y buenos predicamentos. He vuelto a dibujar la cara de satisfacción de mi también siempre recordado cuñado Enrique cuando nos enseñaba al llegar a casa su repleta caracolera después de "un nada, en un momento". Y como los caracoles siempre aglutinan gente.
Es cierto, puede que los caracoles no me gusten tanto como para estar aquí y que sean de mi agrado más por los ali oli, guisos y salsas que los acompañan. He llegado a la conclusión de que me gustan por cuanto les rodea y porque los recuerdos, como estas imágenes, también reclaman su oportunidad.
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