El que fuera testigo de juegos infantiles, reposo de los años vencidos y cómplice de besos y caricias a hurtadillas, apenas es hoy un nostálgico recuerdo, un espacio maltrecho, sólo, aburrido y abandonado. No lo conocí en su esplendor. No tocaba a mi edad. Mi generación fue de otros bancos sin color definido, menos pronunciados, no tan recordados en el imaginario colectivo.
Es un banco aprendido a través de las añoranzas de los que un día fueron jóvenes enamorados. De los que llevaron hasta allí amores y amoríos. Amores deseados, cautivos, apresurados y esquivos. Amores teñidos de azul azulejo. De un azul que iba más allá de la simple pasión para permanecer en el tiempo. De un azul de confianza y simpatía en busca de la fidelidad. Azul grande, infinito y eterno donde habita la fantasía y la utopía.
Hoy el Banco Azul languidece mientras se acostumbra al olvido sin sufrimiento ni espanto. De vez en cuando alguna inesperada visita le devuelve la dicha y le recuerda quién es. Y vuelve a sonreír al recordar los juegos de los que fue testigo y reconocer los susurros pronunciados entre risas y promesas, entre caricias y halagos. Regresa de su letargo para revivir la levedad de los cuerpos entrelazados en un abrazo y silenciar los besos de hiedra cuando incontrolada la pasión golpea. Es entonces cuando evoca la palabra tantas veces repetida, tantas veces regalada.
Hoy he ido al Banco Azul de la Estación para devolverle a la luz, al color y recordarle cómo era.
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