Se hace necesario ocupar los vacíos. Encender luminarias allí donde la oscuridad parece que todo lo llena. Acariciar los aires desnudos de lánguidas siluetas, huérfanos de equipaje y reprimido destino. Saciar el ansia, calmar la dicha, hablar cara a cara, gritar si es preciso a la nada.
Sí, se hace necesario como retornar a los lugares queridos. A aquellos espacios que un día te dieron cobijo y prestaron su alma para evitar la huida y contener un dolor insoportable. Aquellos lugares que dieron un paso al frente para ser esperanzados paraísos, el cero de un volver a empezar, el otro lado de la puerta, la lágrima fugaz ante un nuevo amanecer.
Retornar a los labios de la seguridad, a la abrigada espera, a la muda palabra, a la renuncia de lo futil y al de repente sin habla. Volver para encontrar la ilusión perdida, la infancia dormida y los perfumes con olor a perdón. Regresar para aliviar instantes y renovar motivaciones.
Cualquier pretexto vale para retornar. Un simple susurro, el recuerdo de un contraluz, la aparente soledad de un árbol, una única y privilegiada visión, un suspiro reprimido deseoso de libertad, una vaguedad en la memoria, el eco de un respiro, una bruma, el olvido de una sonrisa o el cautivador color de los madroños.
En ocasiones tengo la sensación de que estamos hechos con jirones de retornos.
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