EL INESPERADO PRINCIPITO
Todos los días, ahora que mi edad de júbilo me lo permite, me gusta ir caminando hasta
el rompeolas. Mi corazón y mis piernas lo agradecen, además de ser mi mejor momento
de la jornada. Me entretengo con el amado paisaje, entablo alguna que otra
conversación sin importancia con quienes coincidimos en esta misma tesitura e incluso,
me atrevo a escribir versos sobre mares, soles, olas, brisas y horizontes, que nunca
saldrán de mi libreta. Todo aquí me resulta fascinante y placentero en la cotidianidad de
los días.
En el rompeolas nos damos cita los habituales, los esporádicos visitantes y como algo
excepcional, gente que deja huella. Como aquel niño que ahora recuerdo y que me dejó
un profundo sentir.
Fue el pasado otoño cuando le conocí. Como todos los días, llegué hasta el final del
rompeolas. Sentado sobre una piedra, observé a un niño, no tendría más de diez años,
con la mano derecha tendida al mar, y con sus dedos índice y pulgar pegados, como si
sostuvieran algo fino y delicado. Una y otra vez, su mano se agitaba sobre el mar, de
izquierda a derecha, con extremo cuidado. Así, día tras día, a la misma hora y en el
mismo lugar.
No tardé más de una semana en acercarme a él y preguntarle qué hacía. Me contestó
que, si me lo contaba, me reiría como hacían todas las personas adultas. Le prometí que no sería así y ante mi insistencia, me dijo que escribía olas. Su padre se había marchado
en un barco hacía unos meses y, tal y como él le propuso, escribía olas para que su padre
las leyera donde estuviera y la ausencia se les hiciera más corta.
No me reí. Lloré de emoción ante la ternura que me transmitió el inesperado Principito.
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