Mi gusto por la literatura se la debo a un profesor que tuve cuando cursé bachillerato en el Instituto Ramón y Cajal de Huesca. Fueron solo dos años los que tuve la oportunidad de participar de sus conocimientos y de sus clases. Como tantos otros docentes, era un ave de paso para acercarse, en este caso, hasta Pamplona. No he vuelto a saber nada de él. No se imagina cuánto bien dejó entre algunos, quizás muchos, de los todavía imberbes alumnos. Salvando las distancias, cuando ví la película "El Club de los poetas muertos", se me representó en Robin Willians ese profesor de literatura que me enseñó a entenderla y gustarla.
escribió no recuerdo cuántos libros, a conocer el por qué de su forma de ser, el escenario histórico en el que se desenvolvió el escritor y su obra o por qué durante su vida, sus obras tuvieron una mítica reputación. Y así autor por autor, a cada cual más apasionante.
Un día se presentó en clase con un libro de un tal Wal Whitman, "Hojas de Hierba". Recibimiento poco cálido. Poesía. En torno a 700 páginas. ¡Qué horror! Pero nada más lejos de la realidad. Comenzó a hablarnos de su vida, "considerado como uno de los más grandes poetas norteamericanos, ejerció los oficios más dispares, desde maestro de escuela hasta enfermero, pasando por carpintero o topógrafo. "Se inscribe en la transición entre el trascendentalismo y el realismo filosófico". No entiendo. "Llamado el padre del verso libre y autor controvertido a raíz de la publicación de su libro "Hojas de Hierba", al ser considerado como un trabajo obsceno por su abierta sexualidad". Esto ya es otra cosa, imagino que debí pensar. Y me atrapó, ¡Ya lo creo que me cautivó!

"Llamo cantando a las rocas y a todos los árboles de los bosques,
a las llanuras de los poemas de héroes, a las praderas vastísimas,
al mar lejano y a los vientos invisibles, y al aire salubre e impalpable".
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