CADA QUINCE DÍAS
Para mí es algo novedoso, pues como ya he comentado en algún momento de este caleidoscopio vital, no he tenido por costumbre almorzar, salvo cuando la ocasión así lo ha requerido.
Espero con especial interés la cita quincenal. No diré que lo de menos es el alimento ingerido para dar contenido al almuerzo, siempre memorable y delicioso, pero lo que realmente me encanta es el encuentro. Aunque nos vemos un día a la semana para ensayar, rara vez tenemos tiempo para conversar. Cuando acabamos el ensayo, el que no tiene nietos que cuidar, tiene coro, yoga, piano u otro quehacer ineludible. Por eso, el almuerzo quincenal de los miércoles se ha convertido para mí en ese recreo dónde conocer más a fondo a mis entrañables compañeros de reparto.
Hablamos de todo un poco. Bueno, de casi todo. Obviamos lo concerniente a la política, pues sabemos que cada uno cojeamos, en este sentido, de distinto pie. No es que esté pactado, ni mucho menos. Es el sentido común quien nos lo dicta. A partir de aquí, dejamos que el corazón y la experiencia hable sobre el palo que haya que tocar: viajes, aquella juventud, lugares comunes qué recordar, gastronomía, hijos, ciudad, costumbres personales, anécdotas, ilusiones, deseos... y todo, con la sonrisa puesta en la boca, cuando las cosas del comer no nos lo impiden.
Nos sentimos relajados, y a sabiendas de que nada de lo que se pueda comentar va a trascender más allá del plato de huevo frito, patatas y lo que sea. Estos almuerzos me sientan bien. Para mí, todo esto es una novedad, que ha quedado marcada en mi particular calendario de los días felices: un miércoles cada quince días.
Cada almuerzo voy cambiando su contenido. Al huevo y las patatas fritas le sumé en la última ocasión, unas chullas de papada de cerdo. De lujo. Y hasta jugamos al guiñote. Gané. Mañana redonda.
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