Cada vez que veo una alegría no puedo dejar de recordar a mi madre. Cómo disfrutaba de su presencia y del contar de sus flores y cómo también, cuando por una causa u otra comenzaba a mustiarse hasta desaparecer, que era cada año, repetía, "no puedo tener alegría ni en maceta". Para estas cosas era de un sentenciar tremendo.
Nunca he tenido en casa una alegría en maceta. A veces, por ese maternal recuerdo, he estado tentado en adquirirlas pero finalmente he declinado el intento. A pesar de lo que dicen de sus sencillos cuidados, siempre me ha parecido una planta complicada de sacar adelante. Quizás sea por la pretérita experiencia. Si la tengo ahora es fruto de la casualidad y de la generosidad de Juan. Un día traeré a Juan hasta este caleidoscopio vital. Es un ser fantástico, un héroe anónimo que sin él saberlo me regala cada día una lección de vida. El caso es que entre sus aficiones está la jardinería. Tiene buena mano y un magnífico lugar donde cuidarlas. El día que conocí por primera vez su vergel, y de ello hace casi dos meses, de todas las formidables plantas que engalanan el espacio, una me atrajo especialmente; una hermosa y florida alegría con diminutas flores rojas. Me acordé de mi madre y su sentencia y no pude dejar de esgrimir una sonrisa. Desde ese entonces la visito todos los días. Me gusta fumarme un cigarrillo mientras la observo. Me relajo en su mirar.
Hace pocos días le pedí a Juan si podía cogerme un esqueje de su alegría. Me dijo que los que quisiera y cuando me disponía a cortar uno para llevármelo a casa me chistó, seguido de un "espera y acompáñame". Fui tras él hasta una maceta grande donde había trasplantado recientemente unas alegrías. De un cuarto próximo sacó una maceta pequeña donde alojó una de las plantas recién trasplantadas. Unos treinta centímetros de alegría con nueve flores. Huelga decir la ilusión que me hizo.
Cuando llegué a casa la coloqué en la terraza siguiendo las instrucciones de Juan. Que tenga luz pero que no le de el sol directo y sobre todo, cuando esté en plena floración, no dejes secar la tierra, que siempre tenga humedad. De momento parece sentirse a gusto y hasta me da la impresión de que ha crecido. Eso sí, no la llamo alegría sino miramelindo, por si acaso.
Nunca he tenido en casa una alegría en maceta. A veces, por ese maternal recuerdo, he estado tentado en adquirirlas pero finalmente he declinado el intento. A pesar de lo que dicen de sus sencillos cuidados, siempre me ha parecido una planta complicada de sacar adelante. Quizás sea por la pretérita experiencia. Si la tengo ahora es fruto de la casualidad y de la generosidad de Juan. Un día traeré a Juan hasta este caleidoscopio vital. Es un ser fantástico, un héroe anónimo que sin él saberlo me regala cada día una lección de vida. El caso es que entre sus aficiones está la jardinería. Tiene buena mano y un magnífico lugar donde cuidarlas. El día que conocí por primera vez su vergel, y de ello hace casi dos meses, de todas las formidables plantas que engalanan el espacio, una me atrajo especialmente; una hermosa y florida alegría con diminutas flores rojas. Me acordé de mi madre y su sentencia y no pude dejar de esgrimir una sonrisa. Desde ese entonces la visito todos los días. Me gusta fumarme un cigarrillo mientras la observo. Me relajo en su mirar.
Hace pocos días le pedí a Juan si podía cogerme un esqueje de su alegría. Me dijo que los que quisiera y cuando me disponía a cortar uno para llevármelo a casa me chistó, seguido de un "espera y acompáñame". Fui tras él hasta una maceta grande donde había trasplantado recientemente unas alegrías. De un cuarto próximo sacó una maceta pequeña donde alojó una de las plantas recién trasplantadas. Unos treinta centímetros de alegría con nueve flores. Huelga decir la ilusión que me hizo.
Cuando llegué a casa la coloqué en la terraza siguiendo las instrucciones de Juan. Que tenga luz pero que no le de el sol directo y sobre todo, cuando esté en plena floración, no dejes secar la tierra, que siempre tenga humedad. De momento parece sentirse a gusto y hasta me da la impresión de que ha crecido. Eso sí, no la llamo alegría sino miramelindo, por si acaso.
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