Se levantó muy temprano. Todavía las sábanas olían a anochecida y las zapatillas de andar por casa apenas se habían podido tomar un respiro. Las finas y alineadas láminas de madera de los ventanales dejaban entrever la calma de una ciudad dormida y segura en su descanso. Un largo bostezo, media docena de suaves giros de cabeza, un par de atinados rascamientos y un forzado crujir de huesos marcaron el inicio de salida de su personal maratón en busca del tesoro perdido. Un estudiado sorbo de café le ancló los pies al suelo mientras echaba hacia atrás la cabeza para acomodarla lo mejor posible en el alto respaldo de la silla de la cocina. De hoy no pasa, musitó. No puedo vivir sin ella.
La había buscado por todos los rincones de la casa, por todos los huecos donde pudiera caber un olvido. Inspeccionó hasta el desagüe de la bañera por si en el capricho de una noche enamorada cualquiera, se hubiese deslizado en un descuido desatento.
Ese día la buscó en la calle, en los bares, en los bancos del parque, entre las hojas del último libro, en la reunión de vecinos, en la sala dos del multicine, en los bolsillos de los abrigos, en el vaso de cerveza, en la guantera del coche y en el trastero, por si hubiera decidido allí arrinconarse. La buscó ese día en las aguas del estanque, a los pies de las farolas, en el restaurante, en los parterres, en las macetas vacías, en las plazas repletas, en una conversación, en el edificio de enfrente y hasta en el ascensor, no fuera a ser que se hubiese quedado colgada con algún buenos días. Y ella que no aparecía.
La tarde fue haciéndose dueña de la pequeña ciudad, así como el cansancio lo hacía de quien buscara el preciado tesoro. La luz natural languidecía. Pronto la noche llegaría y con ella, el cese de la estresante búsqueda.
De siempre, el río había sido su gran aliado. Daba igual que bajara bravío o apaciguado de aguas. Cuánto sabía de su existir. Cuántas preguntas sin respuesta se habría llevado hasta alguna lejana orilla para serenar su ánimo atribulado. Cuánta paz y armonía en tan sólo un mirar infinito a los reflejos del agua que imitan a la vida asomada. Desde el puente, como tantas otras veces, se asomó al agua. Y allí estaba esa sonrisa que tanto buscaba.
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