En una gran ciudad. En un pequeño pueblo de interior, de montaña o de costa. El caso es callejear. Caminar sin destino, sin objetivo concreto. Que sea la curiosidad quien te preste su Rosa de los Vientos.
Una fachada, una celosía, un patio andaluz, un llamador antiguo, un arco que quiere triunfar, una luz apagada. El adoquín que se clava, una antigua calzada romana, una mirada al forastero. Y los pasos, cortesmente, se dan uno a otro permiso. Callejear se hace necesario. Intuir cómo viven, cómo pervivieron. Fantasear con rostros ajenos mientras notas que alguien te mira, no tras unos visillos, no, sino desde un balcón, de forma descarada.
En el callejear no hay preguntas salvo cuando hay que satisfacer una curiosidad. Y si tienes suerte, sumas al pobre bagaje una lección más. Siempre queda atrás algo desapercibido, sobre todo arriba, sobre tu cabeza. ¡Es una pena! No hay cultura de mirar hacia el cielo, solo al asfalto o la piedra. Al cielo solo para rezar.
¡Qué distinto y placentero es el callejeo! ¡Cuánta armonía y desorden! ¡Cuánta belleza y también triste miseria!
Cada calle tiene un olor. Olor a ropa vieja, a "pescaíto" frito, a marroquinería, a nata y helado de vainilla. Huele a humedad, a perrito caliente, a gamba salada, a carne a la brasa o incluso a desapercibido.
Callejear es simplemente una emoción sensitiva.
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