CHUP, CHUP, CHUP...
Esta es la cocina que me gusta. La que huele a otras estancias y fogones y que recuperas de edades casi olvidadas. La aprendida de memoria y olfato cuando todavía había tiempo de memorizar y olfatear. La cocina con sabor a madre y a abuela vestidas con delantal y provecho. Y el puchero, y el caldero, y las cacerolas, la grande y la pequeña, según los comensales. Utensilios de cocina que eran, todavía son, uno más de la familia.
Me gusta la cocina al ralenti, con la que puedes hablar y a la que casi puedes escuchar. La que adquiere vida y movimiento conforme pasan los minutos y hasta las horas. La cocina que habla de hogar y de esperanzada espera. Esa que por más que insistas y empeñes, nunca sabe igual. Porque aún siguiendo idéntico manual, algo suma o algo resta. Ni mejor ni peor, distinto. También aquí radica su grandeza.
Es la cocina de la cuchara por bandera, de larga mesa, de encuentro y reunión. Cocina generosa, nada ingrata a pesar de su tardanza. Cocina de mil pensamientos mientras se baña la carne, la legumbre, las verduras o todas juntas. Es una llamada a la fiesta de los paladares con sabor a misa de doce.
Mejor de un día para otro, y si algo queda, que lo dudo mucho, guardará la esencia de esa cocina tantas veces mirada, una y otra vez probada, y tantas veces motivada.
Complacer es su gran virtud.
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