lunes, 23 de diciembre de 2019

00896 La Pardina de Sobrarbe

UN PEQUEÑO PARAÍSO


Me fascina la comarca de Sobrarbe y cualquier excusa es propicia para visitarla. En esta ocasión, mi destino en este caleidoscopio vital es la pequeña localidad de La Pardina de Sobrarbe. Accedí a ella por primera vez el año pasado. Fue para mostrar a dos vecinas mi reiterada gratitud, siempre hay algo que agradecer, tras auxiliarme, meses atrás, en un percance automovilístico. Les pedí su dirección y les prometí una visita.

A las pocos meses, cuando el otoño se iba despidiendo, cumplí con mi promesa. Antes de emprender el viaje acudí a la enciclopedia "Aragón pueblo a pueblo", de Alfonso Zapater, una costumbre que tengo cuando visito una localidad por primera vez, con el objeto de conocer algunos pormenores de mi destino. No encontré reseña alguna. Así que visto lo "no visto", tuve que pedir ayuda a don Google y esta fue su información: "La Pardina es una localidad española perteneciente al municipio de Aínsa-Sobrarbe, en el Sobrarbe, provincia de Huesca, Aragón. Antiguamente tuvo ayuntamiento propio. Situado entre los 520 y los 675 metros de altitud y al lado de Latorre, La Pardina tenía en 2005 una población de 8 habitantes. Entre sus casas, todas ellas de arquitectura tradicional, destaca la llamada casa Arasanz. En el año de 2010 la población remontó a 13 habitantes, 6 varones y 7 mujeres. Se accede al pueblo desde la carretera A-138, que une Aínsa con Barbastro, desviándose a la altura de Mediano. La Pardina celebra sus fiestas el 4 de diciembre en honor a Santa Bárbara. El 28 de mayo, día de Santa Waldesca, y el 13 de agosto, día de San Hipólito, hay sendas romerías".

Con esta escasa información, pero suficiente para hacerme una idea sobre mi destino, me dirigí hacia La Pardina. Al llegar, me detuve en la primera casa que vi. Estaba bastante apartada del núcleo rural. A una señora que se encontraba limpiando los aledaños le pregunté si me podía  indicar, por favor, dónde vivían las vecinas que buscaba. "Pregunte en el pueblo", me contestó.

Ya en la aldea, ni un alma a quien pedir información.  Busqué vida entre las ocho o diez casas que conforman el pueblo,  pero en mi caminar solo pude encontrarme con un orondo y rubio gato acomodado sobre un tronco de leña al que ni siquiera le incomodó mi presencia.

Dirigí de nuevo mis pasos hacia la carretera. Me pareció apreciar luz en una hermosa y gran casa rehabilitada. Llamé al timbre y a los pocos segundos un joven y sonriente hombre abrió la puerta y se acercó hacia mí. Su contestación a mi saludo de cortesía me indicó que se trataba de alguien foráneo.  Le pregunté si conocía a alguna de las dos vecinas que estaba buscando. Con mi escaso inglés y su parco español pude deducir que llevaba poco tiempo viviendo en La Pardina. Entendí que hasta entonces había residido en Londres y que había decidido retirarse a este "paraíso",  ya que su trabajo así se lo permitía. Tras unos minutos de inconexa conversación decidió llevarme hasta una casa contigua donde habitaba desde hacía algunos años una familia inglesa que "habla español".

Fui atendido por un también joven hombre que, sonrisa en boca y mono de trabajo,  no dudó en acompañarme hasta la vivienda de una de las vecinas que deseaba encontrar. Llamé a una puerta que no tardó en abrirse y allí estaba una de mis salvadoras.

No me reconoció. Tuve que presentarme y recordarle el percance que tuve con el coche subiendo a Muro de Roda, su eficaz y desinteresada ayuda para salir del atolladero en el que me vi inmerso y la promesa de una pronta visita. Una vez ubicado y tras entregarle unos presentes en señal de reiterado agradecimiento, solo me dijo: "Ah! Ahora me acuerdo. Pensé que tu promesa se trataba solo de un simple cumplido".

Me invitó a conocer el pueblo, algo que hicimos en un abrir y cerrar de ojos: la casa de "fulanito", prácticamente cerrada, "solo vienen para el verano". La casa de la amiga que en aquel día también nos auxilió, "hoy está de viaje"; la casa en la que viven dos personas mayores y que se llena de vida en verano con la llegada de hijos y nietos; un atractivo hotel de turismo rural, en ese momento cerrado, con sugerentes instalaciones y que "en verano se llena de familias y da gusto..." Y poco más.

Como la visita por el pueblo se nos hizo corta, decidimos dar un paseo por la carretera. Me comentó que ella vivía en Barcelona y que los últimos años de vida de su padre, ya enfermo, dejó la Ciudad Condal para dedicarse a él. Al fallecer, ni se planteó volver a la gran ciudad. "Me encuentro bien aquí a pesar de la dureza del invierno y de algún que otro momento de soledad. No echo en falta nada de mi otra vida. Este es mi pueblo. Aquí está mi casa y aquí viven mis recuerdos. No lo cambio por nada". La conversación me resultó muy entrañable y rica en matices.

El sol dejó de darnos calor con una invitación a la despedida. La última imagen quedó registrada en el retrovisor del coche con una sonrisa y un movimiento oscilante de la mano que parecía querer decirme "cuidado con la carretera, despacio, hasta pronto".

De regreso a casa reflexioné sobre las últimas horas vividas en  La Pardina, un pequeño núcleo, como tantos otros de esta hermosa tierra, que se niega a desaparecer,  y la conversación mantenida con mi vecina auxiliadora. Me había desplazado hasta este "pequeño paraíso" para mostrar mi gratitud a una de sus moradoras, que de forma generosa me había abierto su corazón y compartido sus vivencias. Regresaba a casa con la sensación de seguir estando en deuda con ella. Me faltó agradecerle, como a todas las personas que viven en el medio rural, su decisión y entrega por impedir que nuestros pueblos desaparezcan.

Ella no lo sabe, pero volveré, en señal de agradecimiento, y para disfrutar de una amable conversación en un pequeño paraíso. Y no será verano.


















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