Me fascina la comarca de Sobrarbe y cualquier excusa es propicia para visitarla. En esta ocasión, mi destino en este caleidoscopio vital es la pequeña localidad de La Pardina de Sobrarbe. Accedí a ella por primera vez el año pasado. Fue para mostrar a dos vecinas mi reiterada gratitud, siempre hay algo que agradecer, tras auxiliarme, meses atrás, en un percance automovilístico. Les pedí su dirección y les prometí una visita.
Con esta escasa información, pero suficiente para hacerme una idea sobre mi destino, me dirigí hacia La Pardina. Al llegar, me detuve en la primera casa que vi. Estaba bastante apartada del núcleo rural. A una señora que se encontraba limpiando los aledaños le pregunté si me podía indicar, por favor, dónde vivían las vecinas que buscaba. "Pregunte en el pueblo", me contestó.
Ya en la aldea, ni un alma a quien pedir información. Busqué vida entre las ocho o diez casas que conforman el pueblo, pero en mi caminar solo pude encontrarme con un orondo y rubio gato acomodado sobre un tronco de leña al que ni siquiera le incomodó mi presencia.
No me reconoció. Tuve que presentarme y recordarle el percance que tuve con el coche subiendo a Muro de Roda, su eficaz y desinteresada ayuda para salir del atolladero en el que me vi inmerso y la promesa de una pronta visita. Una vez ubicado y tras entregarle unos presentes en señal de reiterado agradecimiento, solo me dijo: "Ah! Ahora me acuerdo. Pensé que tu promesa se trataba solo de un simple cumplido".
Me invitó a conocer el pueblo, algo que hicimos en un abrir y cerrar de ojos: la casa de "fulanito", prácticamente cerrada, "solo vienen para el verano". La casa de la amiga que en aquel día también nos auxilió, "hoy está de viaje"; la casa en la que viven dos personas mayores y que se llena de vida en verano con la llegada de hijos y nietos; un atractivo hotel de turismo rural, en ese momento cerrado, con sugerentes instalaciones y que "en verano se llena de familias y da gusto..." Y poco más.
Como la visita por el pueblo se nos hizo corta, decidimos dar un paseo por la carretera. Me comentó que ella vivía en Barcelona y que los últimos años de vida de su padre, ya enfermo, dejó la Ciudad Condal para dedicarse a él. Al fallecer, ni se planteó volver a la gran ciudad. "Me encuentro bien aquí a pesar de la dureza del invierno y de algún que otro momento de soledad. No echo en falta nada de mi otra vida. Este es mi pueblo. Aquí está mi casa y aquí viven mis recuerdos. No lo cambio por nada". La conversación me resultó muy entrañable y rica en matices.
El sol dejó de darnos calor con una invitación a la despedida. La última imagen quedó registrada en el retrovisor del coche con una sonrisa y un movimiento oscilante de la mano que parecía querer decirme "cuidado con la carretera, despacio, hasta pronto".
De regreso a casa reflexioné sobre las últimas horas vividas en La Pardina, un pequeño núcleo, como tantos otros de esta hermosa tierra, que se niega a desaparecer, y la conversación mantenida con mi vecina auxiliadora. Me había desplazado hasta este "pequeño paraíso" para mostrar mi gratitud a una de sus moradoras, que de forma generosa me había abierto su corazón y compartido sus vivencias. Regresaba a casa con la sensación de seguir estando en deuda con ella. Me faltó agradecerle, como a todas las personas que viven en el medio rural, su decisión y entrega por impedir que nuestros pueblos desaparezcan.
Ella no lo sabe, pero volveré, en señal de agradecimiento, y para disfrutar de una amable conversación en un pequeño paraíso. Y no será verano.
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