Me dice una amiga, "donde esté una buena banderilla, que se quite todo lo demás". La sentencia la pronuncia frente a una barra de bar cargada de variopintas tapas con todo su aceite y fritura. Tapas, en su mayoría, por las que hay que preguntar por su contenido, oculto entre algún rebozado o desapercibido entre panes, cremas, lechugas y alguna que otra excentricidad.
Me cuenta que ella es más de "vinagrillos" y encurtidos, y que echa de menos en la oferta "tapera" unas buenas banderillas, de esas que nos han acompañado toda la vida. El secreto de una buena banderilla, como en todas las cosas, me dice, está en el producto. Calidad, textura, presencia, generosidad y combinación de sabores; este es el quid de una buena banderilla. Mientras todo esto dice, yo examino con la mirada un potente pimiento relleno, una de mis muchas debilidades gastronómicas. Para romper el soliloquio en el que mi amiga está inmersa, hago notar que en casa siempre tenemos un bote de banderillas dispuesto en la nevera y que a Gloria le encantan las "Gildas". Oír la palabra "Gilda" ha sido darle pie a mi amiga para un nuevo monólogo. "Oh, las Gildas", exclama, "me pirran". Me pregunta si conozco su origen. Le contesto que ni la menor idea. Sólo conozco a la "Gilda" de Rita Hayworth y la impresión que me causó la primera vez que vi la película cuando andaba yo buscando amores platónicos sin saber bien lo que eran. Bella, sugerente y sensual, pero sobre todas las cosas, hermosa. Así la recuerdo en esa edad de imposibles. Y así los recuerdos, la taladradora voz de mi amiga me vuelve al presente de la barra de un bar. Me informa de que las "Gildas" se popularizaron al final de los años 40 del siglo pasado en el donostiarra Bar Casa Vallés. Al parecer, Blas, el propietario del establecimiento, para acompañar el porrón y el vino de sus parroquianos sacaba unas veces guindillas, otras aceitunas y en ocasiones, anchoas. Uno de sus clientes, Joaquín Aramburu, al que se conocía en el barrio como "Txepetxa", empezó a pinchar con un palillo la guindilla con la aceituna y la anchoa. Tanto gustó la combinación de la banderilla a los amigos que acordaron llamarla "Gilda", película que se estrenó en las pantallas en el año 1946, porque era verde, salada y un poco picante.
Ha sido entonces cuando a mi amiga le ha entrado el arrebato de tomar unas "Gildas". No tengo ni idea quien las ofrece ahora. Tras un par de infructuosas incursiones, se ha apañado con un par de banderillas de aceituna y boquerón en vinagre a las que ha sumado un hermoso pepinillo relleno de atún. Yo me he inclinado por un par de buenas anchoas en salmuera más una banderilla de huevo duro con langostino y mayonesa. Frugal, exquisito y sin trampa ni cartón como la cara de satisfacción de mi encurtida amiga.
De vuelta a casa he venido pensando que habría que poner de nuevo de moda la banderilla de toda la vida, apeada ahora de las barras de los bares por la llamada "micro cocina". Mejillones, guindillas, anchoas, calamares, aceitunas, pepinillos, boquerones, cebolletas, sardinillas... en recuerdo del olor a vieja tasca envuelta en vinagres y vermú. Con sabor a humildad y a tiempos de carencias.
Me cuenta que ella es más de "vinagrillos" y encurtidos, y que echa de menos en la oferta "tapera" unas buenas banderillas, de esas que nos han acompañado toda la vida. El secreto de una buena banderilla, como en todas las cosas, me dice, está en el producto. Calidad, textura, presencia, generosidad y combinación de sabores; este es el quid de una buena banderilla. Mientras todo esto dice, yo examino con la mirada un potente pimiento relleno, una de mis muchas debilidades gastronómicas. Para romper el soliloquio en el que mi amiga está inmersa, hago notar que en casa siempre tenemos un bote de banderillas dispuesto en la nevera y que a Gloria le encantan las "Gildas". Oír la palabra "Gilda" ha sido darle pie a mi amiga para un nuevo monólogo. "Oh, las Gildas", exclama, "me pirran". Me pregunta si conozco su origen. Le contesto que ni la menor idea. Sólo conozco a la "Gilda" de Rita Hayworth y la impresión que me causó la primera vez que vi la película cuando andaba yo buscando amores platónicos sin saber bien lo que eran. Bella, sugerente y sensual, pero sobre todas las cosas, hermosa. Así la recuerdo en esa edad de imposibles. Y así los recuerdos, la taladradora voz de mi amiga me vuelve al presente de la barra de un bar. Me informa de que las "Gildas" se popularizaron al final de los años 40 del siglo pasado en el donostiarra Bar Casa Vallés. Al parecer, Blas, el propietario del establecimiento, para acompañar el porrón y el vino de sus parroquianos sacaba unas veces guindillas, otras aceitunas y en ocasiones, anchoas. Uno de sus clientes, Joaquín Aramburu, al que se conocía en el barrio como "Txepetxa", empezó a pinchar con un palillo la guindilla con la aceituna y la anchoa. Tanto gustó la combinación de la banderilla a los amigos que acordaron llamarla "Gilda", película que se estrenó en las pantallas en el año 1946, porque era verde, salada y un poco picante.
Ha sido entonces cuando a mi amiga le ha entrado el arrebato de tomar unas "Gildas". No tengo ni idea quien las ofrece ahora. Tras un par de infructuosas incursiones, se ha apañado con un par de banderillas de aceituna y boquerón en vinagre a las que ha sumado un hermoso pepinillo relleno de atún. Yo me he inclinado por un par de buenas anchoas en salmuera más una banderilla de huevo duro con langostino y mayonesa. Frugal, exquisito y sin trampa ni cartón como la cara de satisfacción de mi encurtida amiga.
De vuelta a casa he venido pensando que habría que poner de nuevo de moda la banderilla de toda la vida, apeada ahora de las barras de los bares por la llamada "micro cocina". Mejillones, guindillas, anchoas, calamares, aceitunas, pepinillos, boquerones, cebolletas, sardinillas... en recuerdo del olor a vieja tasca envuelta en vinagres y vermú. Con sabor a humildad y a tiempos de carencias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario